Chile fue por un buen tiempo el modelo del éxito neoliberal. La dictadura de Pinochet fue dura, se decía, pero logró un éxito económico, precisamente aplicando las políticas de ajuste más extremas del Continente. Por allí hay quien sostiene todavía, que una dictadura sangrienta valió la pena si con ello se dio el “milagro chileno”. Pero cuando se han develado las atrocidades dictatoriales y la corrupción encabezada por Pinochet y su familia, esas opiniones pasaron a ser del todo marginales. La condena a la brutalidad de entonces es unánime.
Cuando la barbarie pinochetista fue derrotada por la fuerza de la democracia y se inició una etapa de sucesivos gobiernos de la “concertación”, una de las primeras constataciones fue que el crecimiento económico había agudizado las diferencias sociales. La riqueza se había concentrado en pocas manos y la pobreza era mayor y más extendida que nunca. Se inició, entonces, desde el Estado un esfuerzo de inversión y distribución social, pero manteniendo el esquema económico fundamental.
No cabe duda de que los gobiernos de la concertación, encabezados por dos democratacristianos y dos socialistas, lograron importantes avances en el campo social. Esto es evidente. Pero en el sistema chileno pesan todavía varias herencias de la dictadura y su modelo de capitalismo salvaje. Una de ellas es el sistema educativo, especialmente el esquema de financiamiento público de los establecimientos.
Siguiendo un perverso principio de “libre competencia”, el pinochetismo impuso un mecanismo mediante el cual, cada alumno que pasa las pruebas nacionales, escoge el establecimiento al que prefiere ir. Y a ese establecimiento, sea público o privado, el Estado le paga los costos. Pero la mayoría de ellos se transforman en créditos que pesan sobre los padres de familia y los estudiantes, hasta niveles intolerables. La educación pública no es gratuita, sino una mercancía. El Estado chileno no reconoce el principio de gratuidad de la educación pública. No se obliga a financiar adecuadamente a las universidades estatales, pero les da plata a las universidades privadas, algunas de ellas, negocios muy lucrativos.
Frente a esta situación se ha levantado la mayor protesta social de los últimos treinta años. Los estudiantes universitarios movilizados piden el fin de neoliberalismo en la educación. Y la mayoría de la sociedad chilena los apoya.
El gobierno de derecha creyó que era cuestión de unos pocos cambios cosméticos, pero se ha topado con una resistencia persistente y efectiva.
Tal parece que, una vez más, los sectores sociales organizados tendrán la capacidad de revertir políticas antipopulares. El “milagro chileno” vino a ser, al fin y al cabo, el de un pueblo que siente la necesidad de justicia social, que también implica educación gratuita y de calidad.