Aparentemente, la humanidad incierta del siglo XXI tiene certezas. Una de ellas es la aceptación general de que la educación tiene vital importancia para todos. Eso lo dice la ONU y los gobiernos de izquierdas o derechas de todo el planeta. Lo manifiestan los trabajadores, los empresarios y la gente común… Todos suscriben que, si las personas no son bien formadas, tarde o temprano, las economías, las democracias, los estados y las vidas privadas serán inviables.
Sin embargo, tal consenso debería expresarse en acuerdos que prioricen la educación en las políticas públicas y en mayor-mejor inversión para el sector. En algunos países esto si se cumple, pero no en la gran mayoría. La humanidad proclama anhelos con riesgo de quedarse como tales.
Y es que priorizar la educación, es asumir una postura política distinta de aquellos que consideran al ser humano secundario frente a otros factores de la realidad. En los hechos tienen más fuerza las visiones reduccionistas y oportunistas, que ven la educación, como accesorio de la economía, o como instrumento de control o de uso político clientelar.
La educación, como bien público, es campo de disputa de múltiples intereses, y es territorio de lucha de sentidos. El currículo, los textos, el modelo educativo y de gestión, el presupuesto, los nombramientos, los cargos directivos, los contratos, dan cuenta de la batalla por el manejo de un enorme aparato de poder.
En nuestro caso, cambio y conservadurismo se enfrentan. El cambio ha ganado en el ámbito normativo, en la retórica. La evidencia está en el componente doctrinal de la Constitución 2008 y de la LOEI, donde se establece que los ecuatorianos serán formados integralmente bajo el concepto de educación liberadora. Sin embargo, el conservadurismo ha triunfado en el terreno de la práctica, ya que su propuesta se ejecutó con fuerte respaldo del presidente Correa, desde el 2007: modelo educativo y de gestión que, usando la retórica de cambio, maquilló y repotenció la vieja escuela autoritaria, la homogeneización y la funcionalidad con el mercado.
El bien común y la niñez demandan acuerdos para llevar a la práctica la educación liberadora, la Nueva Escuela. Tales consensos surgirán de la voluntad colectiva, por hoy endeble debido al inmediatismo y corporativismo de los grandes actores, que solo tienen cabeza para los pactos coyunturales de gobernabilidad y para la campaña electoral del 2021. Mientras dicho “pragmatismo” mande, la crisis educativa se profundiza.
Rebasar el “pragmatismo” exige responder a problemas estructurales siempre evadidos: ¿Qué país queremos? ¿Qué tipo de ciudadanos requiere ese país? O sea, qué proyecto de país soñamos y qué proyecto educativo queremos para ese país. Los maestros, los estudiantes y la sociedad civil, deben tomar este reto, que no lo pueden asumir los políticos y actores educativos con agendas personales.