El fin de semana trajo otra noticia lamentable originada en un centro de reclusión en Guayaquil.
Una riña dejó una persona acuchillada; el reo fue trasladado a una casa de salud pero llegó sin vida. Es el episodio más reciente de una historia de violencia en las cárceles ecuatorianas. La víspera hubo otro preso muerto en esa misma ciudad, y poco antes un interno murió en Cuenca, y las circunstancias se investigan.
En Quito, un detenido por asalto y tenencia de armas murió en una riña por corte de arma blanca (una artesanal, fabricada dentro del centro, dice el parte). Sucedió justamente el día en que se cumplía un mes del fin de la declaratoria gubernamental de emergencia en las cárceles.
Luego de una temporada de aparente calma, la tormenta volvió a aparecer. Nadie puede cantar victoria. Ni el Gobierno ni sus más altos personeros hubiesen hecho bien en evaluar de modo positivo un período en que la violencia no ha podido ser erradicada, aunque quizá sí, atenuada, pero con matices.
La idea de tomar el control de los centros penitenciarios es loable, y el esfuerzo por preparar mejor a los guías es otro aspecto positivo. Varios informes dicen que se ha mejorado la comida; sería bueno evaluar sin previo aviso el contenido nutritivo y la calidad de los alimentos.
Tampoco puede volver a suceder que una sola empresa cobre sumas millonarias por abastecer de alimentos a los centros de todo el país y no haya sido adecuadamente evaluada. Las condiciones sanitarias también deben ser mejoradas.
La operación de bandas criminales dentro de las cárceles debe romperse de modo efectivo. No está bien que actúen sin control ni que se generen conflictos de poder como los que aparentemente ocasionaron varias muertes a lo largo de este año. Es inaudito que los criminales tengan dispositivos de comunicación y entren televisores, licores, compañía y comida, a través de la complicidad.
También hay que observar a los operadores de justicia si han solapado esta situación. Hace falta autoridad permanente al frente.