Los ojos del mundo volvieron esta semana a Oriente Próximo y al norte de África por dos razones aparentemente inconexas pero que tienen profundos vasos comunicantes.
Hace un año, el estallido de la “Primavera Árabe” volcó a las calles a millones de manifestantes en distintos países cuyos habitantes profesan mayoritariamente la fe musulmana.
Estados ligados a la teocracia, monarquías arcaicas y dictaduras represivas pintaban un mapa donde la democracia, como se concibe en Occidente, no ha penetrado con fuerza ni es un valor cultural de la sociedad.
Siria fue uno de los primeros países donde se expresaron las protestas y la represión de la dictadura ha sido feroz. El gobierno de Bashar el Asad ha resistido la rebeldía popular con singular encono y apego al poder. Está en la presidencia desde hace 12 años. Llegó a su cargo postulado en referéndum por el único partido, el socialista Baaz, y luego de que su padre fuera ‘Presidente’.
El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas no pudo aprobar una resolución de condena. La geopolítica pesa. China y Rusia lo sostienen. Varios analistas dicen que hay fuertes intereses mercantiles y de armas de por medio. La estabilidad de la zona está en juego y amenazada.
En otro escenario conflictivo, en el norte de África, un partido de fútbol en Port Said, en el cual se enfrentaban dos populares equipos, dejó más muertos que toda la revuelta popular que precipitó el fin del régimen egipcio de Hosni Mubarak, hace un año.
Tras el brutal combate desatado en el campo de juego se esconden rencillas de los ultras que participaron también en el alzamiento popular.Son los ecos de una lógica de violencias cruzadas.