Los fríos datos ya son conmovedores en sí mismos. Las estadísticas de maltrato, violencia y machismo en el Ecuador son una vergüenza colectiva.
La situación es de tal magnitud que requiere un revulsivo urgente. El machismo está impregnado en el tejido social, en las costumbres, en una visión que se confunde como cultural y algo asumido como ‘natural’.
Lo peor de todo es que esa violencia se produce no solo en la calle, es más cruda casa adentro. En el hogar se expresa con mayor magnitud y poco se hace para cambiarlo.
Los castigos corporales y el abuso en las tareas domésticas lastiman el alma y generan depresión. Los casos incluso pueden llevar al suicidio. Lo peor es que los datos hablan de una realidad aún más cruel y truculenta. Los hombres de la casa no solo maltratan a sus mujeres, se ensañan con sus hijos y con las niñas la situación es brutal. Hay datos de violaciones y abusos de padres a hijas, con graves secuelas sicológicas para las víctimas.
El status quo se cambia con una actitud colectiva que nazca desde la confesión de lo que ocurre. Desde la toma de conciencia hasta la voluntad de transformar el comportamiento. La asunción del Estado de sus obligaciones en un sistema que se proclama garantista debiera estar acompañada de inteligentes y sugestivas campañas en las que, allí sí, valga emplear a fondo los recursos propagandísticos en pro del bien común.