Anunciado y preparado con anticipación, el paro en Colombia tenía, a priori, características diferentes a otros, durante un mes tenso en la región.
Sindicatos, estudiantes, organizaciones políticas de izquierda y colectivos sociales se expresaron durante las primeras horas del jueves en masivas manifestaciones pacíficas.
Aunque el objetivo era la crítica a la política gubernamental del presidente Iván Duque, todo transcurría en medio de una esperada normalidad, sin mayores sobresaltos.
Pero de repente, las marchas se tornaron agresivas, el vandalismo llegó a ciudades como Cali y esta forma anárquica de agitación y caos fue haciendo presa de Colombia.
Las autoridades se vieron obligadas a decretar un toque de queda el jueves en Cali y el viernes en Bogotá.
Los saqueos en almacenes se tornaron en amenazas a los barrios residenciales. La foto de una película ya vista por estos lares se empezó a reproducir. Los vecinos se armaron de piedras y palos dispuestos a defender sus pertenencias, sus bienes, sus casas, su integridad. Una reacción firme ante una manifestación que se había desbocado.
Colombia tiene una historia de violencia política que salpicó los siglos XIX y el XX de modo sangriento. Pugnas entre liberales y conservadores, aparecimiento de guerrillas, paramilitares para contrarrestarlas, y la acción del narcotráfico y las bandas criminales han atentado contra la sociedad y los ciudadanos de bien.
Las imágenes terribles del Bogotazo, cuando asesinaron a líder popular Jorge Eliécer Gaitán o la toma y quema del Palacio de Justicia por la guerrilla del M–19, flotan en la conciencia colectiva.
Hoy la forma de protesta violenta que se riega por el continente podría tener métodos comunes y una secreta orientación, acaso para desestabilizar al poder constituido.
Colombia merece la paz y todos los esfuerzos que hagan el Gobierno y la sociedad para instaurar el diálogo y reformas acaso necesarias bien valen la pena. La deriva violenta es el peor camino como lo recuerda la propia historia del hermano país.