La Constitución lo faculta. Tampoco es algo nuevo. El veto presidencial es un arma de alto calibre que proyecta y potencia las capacidades de colegislador del jefe de Estado en el Ecuador.
Si nuestro país nunca tuvo un sistema parecido al parlamentarismo y se reafirmó en cada una de la cartas constitucionales en la opción presidencialista, en esta ocasión, prevalido -como ocurrió en el pasado- de las normas que le da la ley y consciente de la profundización del poder del Ejecutivo por las particularidades que esta misma Constitución posibilita, el veto presidencial se proyecta como una herramienta muy poderosa.
Los hechos han conducido a una cada vez mayor desproporción entre los pesos y contrapesos que la democracia clásica -aquella del Estado de derecho- proclamaba. Con el poder que acumuló A. País con su mayoría legislativa, con el control sobre otras funciones del Estado sin personalidad ni la suficiente independencia, el modelo concentrador se va cuajando cada vez con más fuerza hacia la acumulación de poder.
Los hechos demuestran que el país carece de madurez democrática y el Presidente, de un concepto que valore las virtudes de los equilibrios entre los poderes que la democracia conocida asigna y estimula.
El veto, el veto parcial de modo más potente y eficaz que el veto total, permite al Presidente una capacidad que va más allá de la conocida atribución que otorga la facultad de colegislador. Con reacciones concebidas para esos propósitos y sabedor que los consensos para insistir en las propuestas de leyes como salieron inicialmente de la Asamblea Nacional son casi imposibles, la fórmula del veto se ha convertido en la agenda oculta del Presidente para ajustar el modelo a su medida.