Los funerales de monseñor Luis Alberto Luna Tobar en Quito y Cuenca han sido una auténtica manifestación de afecto por el pastor y por el hombre.
Arzobispo de Cuenca desde 1981 -en cuya Catedral reposarán sus restos- fue ordenado sacerdote en 1922; luego de una inequívoca vocación temprana eligió la orden de los Carmelitas descalzos. En Quito predicó con vigor y altivez desde el púlpito de la Iglesia Santa Teresita; luego fue obispo auxiliar hasta que halló su misión en la capital de Azuay. Allí estuvo durante 19 años hasta su retiro en el año 2000, cuando fue nombrado arzobispo emérito.
Estudioso de la filosofía y poeta, amante de las corridas de toros, sobre todas las cosas profesaba una honda vocación por los demás y, siguiendo con énfasis las enseñanzas de Cristo, por los pobres y los desprotegidos.
Así ejerció su entrega pastoral, visitando enfermos y acogiendo a quienes llamaban a su puerta, sin importar el día ni la hora. Siempre cordial, como lo recuerda el cardenal Vela Chiriboga.
Su voz tiple y tierna contrastaba con el contenido de sermones contundentes donde no vacilaba en mostrar una gran energía para defender los valores de la fe y la humanidad.
El poder político lo respetó y en muchos casos le tuvo recelo, porque no vaciló en volcarse a las calles por las causas que él creía justas y solidarias.
Así, con su sonrisa cálida, se marchó. Siempre decía que en su lápida debía rezar esta frase. ‘Aquí está… el que fue’.