En la larga lista de figuras, Luis Bolaños es la víctima más reciente de la violencia e inseguridad. Antes fue asaltado el alcalde de Quito, Augusto Barrera, y Fander Falconí, ex canciller, sufrió un secuestro exprés.
Mientras los aficionados al fútbol, los simpatizantes de Liga Deportiva Universitaria y los ecuatorianos de bien saludaban que el deportista haya salido con vida, el común de los mortales se pregunta ¿hasta cuándo seguirá esta escalada de violencia e inseguridad que vive el Ecuador? ¿Será que algún día los planes oficiales anunciados darán resultado, o seguiremos siendo presas de la indefensión y el inaguantable estado de cosas?
Si los delincuentes hacen de las suyas en campos y ciudades, las urbes más grandes muestran su impaciencia. Ya ocurrió en Cuenca con la marcha blanca. Guayaquil vive en zozobra y la capital ha visto desbordar las estadísticas oficiales en altos porcentajes mientras los niveles de uso de la violencia se multiplican.
Las zonas de mayor riesgo en la capital son las del conocido barrio de La Mariscal, donde operan bares y centros de diversión, y los sectores aledaños al parque de La Carolina, según los datos que entrega la Policía. Más allá, los barrios marginales son tierra de nadie.
Puntos vulnerables son los medios de transporte público masivo donde proliferan los asaltos y robos con amenaza.
Mientras el Estado muestra su impotencia e inoperancia, con una reorganización policial pendiente y que exhibe serias fisuras, crece la idea de que en el país el crimen organizado y las bandas de sicarios despliegan su labor sin mayor control y confiadas en la debilidad del tejido institucional, donde la impunidad juega a su favor.
Poner metas en reformas lejanas no es real ni transforma el estado de las cosas. Incluso puede ser contraproducente.