Más allá de la operación política para publicar las reformas a la Ley de Hidrocarburos por el Ministerio de la Ley sin debate en la Asamblea, ellas entrañan modificaciones sustanciales.
Aparte de la retórica oficialista, que considera memorable la reforma, hay un concepto estatista del manejo del principal bien que alimenta la economía ecuatoriana y el aparato estatal, máxime cuando la inversión privada en otras áreas es mínima.
Se transforman aspectos como la naturaleza de los contratos petroleros, el control político del proceso, la rebaja sustancial de las utilidades que recibirán los trabajadores de las empresas, el proceso de renegociación y las condiciones para las empresas estatales preferentes.
El Gobierno no había sido capaz de renegociar los contratos desde la fórmula del 99-1 hasta forzar, con la reforma impuesta, un cambio de los contratos de participación a los de prestación de servicios. Con los primeros, las empresas corrían con sus gastos y entregaban un porcentaje acordado al Estado. Con los contratos de participación, el Estado les pagará una tarifa fija en función de las inversiones. Para épocas de precios altos, esta modalidad es más conveniente para el Estado, pero no ocurre lo mismo si el precio del hidrocarburo cae.
Se crea una Secretaría de Hidrocarburos, dependiente del Ejecutivo, y se elimina la Unidad de Contratación de Petroecuador. La negociación debería ser técnica y no política.
Hay que garantizar la seguridad jurídica. Preocupa la contratación directa de empresas estatales que suelen ser menos exigentes en sus controles y en el cuidado ambiental; sobre esta prioridad universal nada se dice. La reforma abre expectativas e interrogantes que deberán despejarse con el tiempo.