Por lo menos 25 mil personas trabajan en el comercio autónomo en Quito, según estimaciones municipales. Apenas 5 625 tienen el Permiso Único de Comercio Autónomo (PUCA). Es decir, 77,5% sobrevive sin autorización municipal. A diario estos comerciantes viven expuestos a controles, notificaciones, decomisos y sanciones.
La respuesta del Municipio ha sido endurecer las medidas: entre 2022 y 2024, los operativos aumentaron en un 873%. Pero esa presión no ha resuelto el problema de fondo.
El comercio informal no surge por gusto. Es una consecuencia directa del desempleo (8,2% a diciembre de 2024); de la migración, de la violencia. De un sistema que excluye a miles de personas del mercado laboral formal.
Las calles del Centro Histórico, de Calderón, de La Michelena, de Chillogallo, de Solanda, de Cotocollao… se convirtieron en escenario de subsistencia para familias enteras.
Muchos de estos comerciantes laboran por décadas en la calle. Hoy son de la tercera edad. Otros fueron empujados a ella por la necesidad. Algunos llegaron desde Venezuela, Cuba, Colombia.
Los fines de semana vienen desde otras provincias, en donde la violencia o la pobreza se volvieron insostenibles. Las alternativas que ofrece el Municipio se quedan cortas.
Los centros comerciales populares tienen escaso flujo de clientes. Los dueños o arrendatarios de los locales envían a su gente a la calle para vender. Ahí se encuentran con otros problemas: competencia desleal, productos de contrabando o de dudosa procedencia. Las ventas de un día, muchas veces, no alcanzan ni para un almuerzo. Al final del mes no ganan ni el salario básico.
Los procesos de reubicación en mercados o centros cerrados son rechazados. La respuesta de muchos es la misma: las ventas se logran en la calle. Recorriendo.
Pero el caos que se experimenta en el espacio público no solo es responsabilidad de los comerciantes autónomos.
Los consumidores se acostumbraron a comprar en las veredas. Quienes van en auto piden los productos por las ventanas. El que más rápido responde concreta la venta.
Los arrendadores de locales en los barrios también participan en esta dinámica laboral. A diario permiten que los productos se expendan en las veredas. Esto impide la adecuada circulación de peatones. En ciertas zonas se complica la circulación vehicular y el estacionamiento de autos.
La falta de limpieza y la percepción de inseguridad complican aún más la convivencia con estos mercados ambulantes.
El resultado es un círculo sin salida para la mayoría. Quito necesita cambiar el enfoque.
El comercio informal no es solo un problema de orden público. También es una oportunidad para fortalecer la economía popular.
Para ello hacen falta espacios de venta seguros y bien ubicados; procesos de regularización claros y acompañamiento municipal real.
El acceso a microcréditos, a formación técnica y la revisión de las zonas autorizadas son herramientas posibles y urgentes. El desafío es incluir, no perseguir. Estos comerciantes ya sostienen una parte importante de la economía urbana. A ellos acuden una parte de la población que también está golpeada por la crisis económica que se vive en Ecuador.
Hacerlos visibles, escucharlos y diseñar políticas con ellos y no solo para ellos puede marcar la diferencia. Quito no puede seguir viendo la informalidad solo como desorden. Debe verla como lo que también es: una forma de resiliencia, creatividad y trabajo diario.