¿Es posible sin dinero?
¿Es posible ser candidato sin dinero? ¿Se puede “ejercer” la participación democrática sin financiamiento? ¿Puede difundirse un proyecto político cuyos auspiciantes sean pobres de solemnidad? NO. Nada de eso podría hacerse si los aspirantes carecen de un sofisticado sistema de aportaciones y sin enormes cantidades de recursos. No es posible pensar en campaña electoral alguna si antes no está asegurado el capital, los inversionistas, la propaganda, los afiches, los viajes, etc.
La dependencia de la democracia respecto del dinero, nos coloca frente a uno de los problemas sustanciales del sistema. Y nos hace pensar que la democracia moderna no es la que se menciona en los discursos, o aquella en la que, hace siglos, pensaron Locke y Rousseau: un método que asegure la participación del pueblo en la designación de sus gobernantes. Nos hace pensar –al menos a mi- que el tema de la soberanía popular, la legitimidad del mando, y el concepto mismo de la república, están profundamente viciados por la plata. La necesidad de recursos, y el núcleo del régimen -la propaganda- generan un problema de ética pública, y suscitan la gran duda de si estaremos, en realidad, frente a un método que responda a la vieja doctrina, o si nos enfrentamos una “patología política” que ha degenerado todas las doctrinas, y que ha derivado en algo totalmente distinto, que ni los ideólogos liberales ni nadie intuyó en los días de la Revolución Francesa.
Nadie sospechó, en los tiempos de la ilusión democrática, que el sistema enfermaría gravemente con la epidemia de los sondeos; que la encuesta iba a formar parte de una estructura científica para manipular a la gente; que la voluntad del pueblo sería, en realidad, la voluntad de los aportantes. Nadie sospechó que la república sería este fenómeno anómalo que marca nuestro tiempo y nuestro mundo.
El hecho es que si se analiza con franqueza el tema, lo que llaman el pueblo, se ha reducido en un telón de fondo, una suerte de materia prima sobre la cual opera, con escalofriante perfección, la propaganda, y en cuyas decisiones inciden de modo determinante los resultados de los sondeos. Todo eso requiere de ingentes cantidades de dinero, a tal punto que quien no lo tiene, o quien se niega a engancharse en el sistema, fallece de muerte política prematura.
Cabe pensar, entonces, si el fundamento del sistema democrático -o más bien, electoralista- es la voluntad de cada persona, si la legitimidad está asociada con el consentimiento libre, o si todo está atravesado por aportes de campaña, presupuestos y sofisticados métodos de reclutamiento, cada vez más distantes y extraños a la sustancia de la soberanía popular. ¿Se trata de ciudadanía o de clientela, de ciudadanos o de consumidores?