Con estupor y repulsa, el mundo ha presenciado en estas semanas una sangrienta saga de atentados terroristas. Lo peor de todo es que la amenaza de la plaga terrorista persiste.
Con una inclemencia que se condena, los autores de los ataques y bombazos y los suicidas o ‘bombas humanas’ han dejado un reguero de centenares de víctimas mortales y de heridos.
Los militantes del odio y del terror han escogido diferentes escenarios, para matar y causar pánico.
Las afueras de Kabul, capital de Afganistán; el aeropuerto Atatürk, en Estambul, Turquía; un restaurante de Dacca, en Bangladesh; el distrito de Karrada de Bagdad, en Iraq; las inmediaciones del Consulado estadounidense en Yida, y el acceso de la Mezquita del Profeta, en Medina, en Arabia Saudita -uno de los lugares sagrados del Islam-, han sido los blancos elegidos para asesinar a inocentes.
Aunque aún no existen plenas certezas sobre los responsables de la hilera de atentados y si estos tienen una conexión, detrás de esta nueva fase de barbarie se hallan organizaciones que claramente militan por la cruda violencia y que son enemigas de la paz.
La nueva oleada de terror, asimismo, ha coincidido con la pérdida de zonas de influencia, particularmente en Iraq y Siria, por parte de la milicia yihadista del Estado Islámico, que ha ejecutado en estos años abominables prácticas.
El terror, que lamentablemente se expande, es el sello de este siglo.