El mundo observa con preocupación una nueva escalada violenta en Oriente Medio, marcada por ataques y represalias que amenazan la estabilidad regional y global. Este lunes 23 de junio de 2025, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, declaró tras el ataque iraní contra una base estadounidense en Qatar que “Irán puede avanzar hacia la paz e invito a Israel a hacer lo mismo”. Horas más tarde, Trump anunció un alto al fuego entre Irán e Israel, una señal esperanzadora, aunque frágil, en medio de la tensión reinante.
Pero, el ministro de Exteriores de Irán, Abás Araqchí, aseguró que “no hay un acuerdo sobre un alto el fuego ni un cese de operaciones”.
El reciente ataque de Irán a la base Al Udeid, que no dejó víctimas ni daños significativos, se interpretó como una respuesta limitada al bombardeo estadounidense a instalaciones nucleares iraníes el fin de semana anterior. No obstante, la cadena de acciones y represalias ha puesto al mundo en alerta: Europa ha pedido moderación, mientras que China y Rusia han expresado su respaldo a Irán. Estados Unidos reafirma su apoyo a Israel.
América Latina ha mostrado una clara división. Argentina expresó su respaldo a Israel, mientras que Venezuela, Cuba y Nicaragua han tomado posición a favor de Irán. El presidente chileno, Gabriel Boric, publicó en su cuenta de X, que “atacar centrales nucleares está prohibido por el derecho internacional”.
A diferencia de lo que se presumía, ni México ni Brasil han hecho llamados explícitos a la mesura hasta el momento. Estas posturas confirman que la región no está unificada, pero su distancia geopolítica del conflicto le permite asumir un papel más moderador y propositivo.
La región del Golfo es clave para el comercio energético mundial. Una escalada mayor —como el cierre del estrecho de Ormuz— tendría impactos inmediatos en los precios del petróleo, la inflación global y los suministros de bienes esenciales. Para economías emergentes como las latinoamericanas, esto significaría más presión en momentos ya marcados por la desigualdad y el endeudamiento.
Aunque América Latina no posee influencia militar directa ni peso decisivo en el conflicto, tiene margen para una diplomacia ética. Puede ofrecer plataformas de diálogo, gestiones multilaterales y representar una voz moral y coherente en defensa del derecho internacional y los valores democráticos.
Un compromiso real con la paz implica rechazar la narrativa simplista de buenos y malos, y evitar reproducir discursos belicistas. La apuesta por la paz no debe ser vista como un acto de tibieza, sino como una forma de liderazgo global que prioriza la vida, el desarrollo sostenible y los derechos humanos.
La diplomacia latinoamericana puede activarse mediante iniciativas multilaterales desde espacios como CELAC y la OEA. Estas plataformas deben fortalecerse con el objetivo de convocar a mesas de diálogo, impulsar pronunciamientos comunes y, sobre todo, proteger a las poblaciones más vulnerables de las consecuencias indirectas del conflicto.
La cobertura mediática también debe evitar el sensacionalismo. Es necesario ofrecer a las audiencias información verificada y contextualizada que contribuya a una opinión pública crítica. En una era marcada por la desinformación, la función de los medios cobra aún más relevancia.
La escalada militar en Oriente Medio no puede tratarse como un espectáculo lejano. América Latina, con sus contradicciones, pero también con su potencial de mediación ética, puede convertirse en un espacio de reflexión, de llamado a la cordura, de insistencia por la paz. El reciente anuncio de alto al fuego entre Irán e Israel por parte del presidente Trump deja claro que aún hay tiempo para evitar un desastre mayor.
Desde nuestras ciudades, desde nuestros gobiernos, desde nuestras comunidades, debemos recordar que la guerra no es un fenómeno aislado. La guerra se paga en vidas, en pobreza, en incertidumbre. Y América Latina, que aún busca resolver sus propias heridas, no puede darse el lujo de ignorarlo.