Hace mucho tiempo que la agenda, siempre repleta, de un Presidente de Estados Unidos no volcaba su puntual atención en Latinoamérica.
Más allá de los logros concretos que alguien hubiese podido esperar en los potenciales cambios en la isla de Cuba, el hecho histórico de la presencia, 88 años después, de un presidente estadounidense escribe de suyo una página singular, única, se diría.
La relación de Estados Unidos con Cuba estuvo jalonada por la influencia de la potencia en la propia guerra de independencia cubana de España.
Luego se consideró al país caribeño como en extremo dependiente en muchos aspectos del país del norte.
Sin embargo, desde 1959, cuando Fidel Castro y su guerrilla derrocaron al tirano Fulgencio Batista, la cuerda se tensó.
Desde la crisis de los misiles a la Guerra Fría y la perestroika y la caída del Muro de Berlín, agrios discursos y políticas hostiles caracterizaron la relación. Esa historia empezó a cambiar y, más allá de una apertura política en Cuba, los signos son importantes.
Contrariamente al recibimiento popular en Cuba, en Argentina la oposición radical protestó -como ocurre en todo país que vive en democracia y hay libre expresión-, y Barack Obama destacó la postura de Mauricio Macri.
Obama se comprometió a desclasificar documentos de la represión durante los gobiernos militares que atentaron contra la vida en Argentina.
Obama trae vientos nuevos.