Una suerte de obsesión por la apariencia de cambio, sustentada en una efectiva propaganda, se extendió al acto festivo de los nuevos diplomáticos que en el Teatro Sucre, primero, y luego en la Plaza del Teatro, mostró esta semana el Gobierno.
Más allá de los cantos en la tarima, llama la atención la utilización mediática de aquello que debería ser cosa normal: la inclusión en las filas de servidores públicos de ecuatorianos que se identifiquen con minorías étnicas.
Es verdad que la propia Constitución manda aquello que se llama discriminación positiva, que no es otra cosa que adjudicar puntos por la pertenencia a tal o cual minoría. Lo que ocurre es que ese puntaje contamina y modifica el resultado final de las pruebas de eficiencia a las que se someten los ciudadanos aspirantes, pudiendo dar lugar a más de una injusticia.
Los nuevos diplomáticos lucían felices. Pero llama la atención la inmediata utilización propagandística de la ceremonia para presumir de una participación ciudadana abierta que en la práctica no ha sido constante en la política pública gubernamental.
La minimización del conocimiento del idioma inglés -lengua de uso universal en la diplomacia- y la sensación de estratega propagandística, chocan con los cuestionamientos a los profesionales de la diplomacia, a quienes se ha llamado más de una vez momias cocteleras.
Peor en estos tiempos en que el Ministerio de Relaciones Exteriores ha sido conducido con indudable matiz político, privando al país de una adecuada representación internacional y propiciando una mala imagen. Hemos ido de tumbo en tumbo.
El reto para los nuevos funcionarios es trascender la fotografía de una Cancillería “incluyente” y dar un aporte profesional y efectivo.