El gobierno de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, afronta fuertes protestas que han dejado un reguero de sangre. Ya son 212 muertos, más de 1000 heridos y 500 detenidos -unos cuantos han sido liberados- los que se registran oficialmente en las protestas y manifestaciones callejeras que estallaron a mediados de abril.
Ortega se muestra impasible, entra en un diálogo suscitado por la Iglesia para paliar las tensiones pero hace caso omiso a las críticas. Las fuerzas represivas siguen su tarea con la violencia e iracundia que caracterizaron a la dictadura de Anastasio Somoza, a quien el actual Presidente, cuando era guerrillero, combatió y derrocó, en el ya lejano 1979. La historia da vueltas.
Con la mayoría de sus compañeros sandinistas y simpatizantes desencantados y lejanos del Gobierno, Ortega y Murillo construyeron un sistema de control de poder y reelecciones modificando las normas constitucionales -cualquier parecido no es simple coincidencia-. Nicaragua sigue siendo uno de los países más pobres de la región. Las alianzas con sectores de empresarios que se han beneficiado del poder y las nuevas relaciones con Estados Unidos no han podido cambiar la situación de inequidad y de miseria popular.
La Comisión Interamericana para los Derechos Humanos de la OEA consigna las graves violaciones a los DD.HH. El Gobierno desestima el informe. El pueblo sigue pagando la factura y la Iglesia implora: ¡Ni un muerto más!