No resulta asombroso que el mural del español Okuda San Miguel, con el Pikachú irrumpiendo como sombrero de una bordadora de Llano Grande, haya causado tanta polémica. El muralismo del siglo pasado -y aun presente- y lo que se denomina el actual arte urbano siempre han generado y generan este tipo de controversias.
Es natural que así ocurra con el arte público, aunque sean pocas las personas que verdaderamente saben de estética, una rama compleja de la filosofía y que requiere de mucho estudio y, obviamente, una muy buena dosis de sensibilidad. Sin embargo, opinar y criticar lo que se presenta a la vista de todos es un derecho.
Muchas posiciones tienen que ver con la intervención en un edificio patrimonial que, por cierto, está bastante descuidado por dentro. El mural en cuestión, en ese sentido, es solo una cosmética. Es de suponer que cualquier cosa que pertenezca a la memoria arquitectónica de una ciudad con siglos de historia debe ser preservada, más allá de su fachada. Y este no es el caso.
Sin embargo, muchos creen que los edificios patrimoniales deben ser entidades vivientes y para eso sirve este tipo de trabajos estéticos. Ofrece algún tipo de contemporaneidad y convoca a la gente a verla, a participar. Es lo que precisamente está logrando la obra, más allá del valor artístico que pudiera tener y que, para muchos, es producto de alguien que es apenas un decorador de exteriores y no un verdadero artista.
Otra discusión es más intensa. Empapados como estamos del Bicentenario de la Batalla de Pichincha, varios sostienen que esta obra no tiene nada que ver con la ruta de los patriotas de 1822. En cambio, otros creen que la obra de San Miguel tiene el mérito de romper con el uso alegórico en las artes visuales, de imágenes patrióticas manidas hasta el cansancio.
Más grave, sin embargo, es el asunto sobre el origen del artista y que bien pudieran haber contratado a un ecuatoriano. Es algo secundario. El arte tiene como virtud la multiplicidad de orígenes, de procedimientos, de lecturas… que hacen tan difícil definirlo, aunque nos cuestione y nos haga cuestionar la vida.