La guerra contra la delincuencia del presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha recibido reacciones dispares. Por una parte están aquellos que celebran la mano dura para enfrentar a las pandillas, sobre todo a la Mara Salvatrucha y Barrio 18, las dos más peligrosas del país centroamericano y que tienen aproximadamente 70 000 miembros. Por otra parte, están aquellos que afirman que implica una vulneración a los derechos humanos.
El 26 de marzo pasado, ese país vivió el peor día de su historia por la violencia, con 62 asesinatos. Como respuesta, el Mandatario logró -con aval del Congreso, donde tiene plena mayoría- decretar el estado de excepción, que se aumentan las penas a las personas que pertenezcan a esas organizaciones criminales o tengan presuntamente algún vínculo con las pandillas.
Cuando la violencia impera, muchos en la población aprueban esas políticas bajo el principio de que solo así se puede frenarla. Pero no está demostrado que sea el mejor método; mayormente, ha traído más conflictividad. Tampoco quiere decir que el Estado no deba ejercer su poder para controlar las calles y garantizar la seguridad de la mayoría de la población. No se puede permitir que organizaciones criminales se conviertan en un poder paralelo. El problema de un estado de excepción como el de Bukele, es que afecta a los derechos de los demás ciudadanos. No tendrán derecho a la defensa ni libertad de asociarse; la correspondencia y las telecomunicaciones podrán ser intervenidas sin autorización judicial, entre otras: los justos pagan por los pecadores.
En Ecuador, la violencia y la inseguridad han hecho que también emerjan pedidos de mano dura; algunos más extremos, hasta la autorización para portar armas. Sin embargo, estas acciones no buscan entender ni combatir los problemas de fondo. Hay desconfianza en el sistema judicial; sus fallos, para muchos, terminan beneficiando a los agresores y descuidan a las víctimas. Tampoco se ataca paralelamente a las causas. Las medidas represivas y los gastos millonarios en fuerza coercitiva son mayores que la inversión en educación y la generación de empleo.