Nicolás Maduro pretende gobernar de espaldas a su realidad política, social y económica y de una comunidad internacional que lo rechaza.
La supuesta investidura, ante un Tribunal Superior de Justicia que es su partidario y que declaró en desacato a la Asamblea Nacional, fue una ceremonia patética.
La Asamblea, liderada por la oposición, se niega a reconocer los resultados de mayo, unas elecciones sin auténtica participación democrática y con alto índice de ausentismo, donde varias organizaciones de la oposición no tuvieron libertad para hacer campaña en condiciones equitativas y tenían a sus dirigentes en la cárcel.
Venezuela vive sumida en una crisis económica, social y política sin precedentes, con un éxodo cifrado entre 2 500 000 y 3 000 000 de ciudadanos fuera (unos 200 000 en Ecuador) huyendo de la miseria, el hambre y la falta de trabajo. La inflación bordea el 1 700 000% y podría llegar a 10 000 000% a fines del 2019, el PIB decrece y la producción petrolera está en caída libre, todo lo cual configura una situación insostenible. La persecución a los dirigentes opositores y la terrible ausencia de libre expresión marcan lo que para muchos es, desde hace rato, una dictadura de partido y militares.
Así lo entendió la comunidad internacional. La Unión Europea desconoció la legitimidad del nuevo Régimen instaurado y la Organización de Estados Americanos se pronunció de manera parecida.
El voto de Ecuador apoyó la condena. Nuestro país no envió delegación a la toma de posesión y hace poco decidió no enviar embajador, en vista de las ofensivas palabras de Nicolás Maduro cuando Lenín Moreno comentó sobre la crisis humanitaria de los emigrantes de Venezuela y pidió una salida dialogada. Ecuador, empero, sigue manteniendo relaciones con el país bolivariano.
Maduro en su discurso casi desconoció la crisis, ‘salvo algunos errores’, y prometió seguir en el camino hacia el socialismo del siglo XXI. Todo frente a los presidentes de Bolivia, Cuba, El Salvador y Nicaragua, y ni un solo mandatario más del continente.