Los tiempos que corren siguen contando historias desgarradoras de ecuatorianos que aspiran a cambiar su modo de vida o a lograr algo de prosperidad.
El relato de los dramas humanos no es muy distinto a aquellos flujos migratorios que expulsaron a millones de sirios; que ‘destierran’ por hambre y falta de libertad a mareas humanas de venezolanos. La causa nuestra es por falta de trabajo y anhelo de dar todo a las familias que se quedan.
La herida del desarraigo marca al Ecuador. Desde hace más de medio siglo los ecuatorianos del sur iban a Estados Unidos. Muchos se asentaban en Nueva York, otros, en California; miles eran ‘cazados’ por la migra y deportados. Volvían a casa endeudados y humillados, para volver a empezar otro viaje incierto.
Luego aparecieron en el horizonte otros destinos. Y fue España la nueva tierra prometida, e Italia, y Chile. Todo en tiempos de la quiebra bancaria y la falta de oportunidades.
Hoy, aquel drama relatado por el libro ‘Huairapamushcas en USA’, de Jaime Astudillo, se repite. Desde que México relajó las restricciones para las visas a ese país los viajes se multiplicaron. La gente se va por su cuenta, pero en los más de los casos siguen siendo presas de la voracidad de los coyoteros, que los explotan y muchas veces los dejan abandonados y, casi siempre, sobreendeudados.
Un reportaje de este Diario volvió a registrar escenas de esta semana que reproducen aquellas despedidas de viajes hacia ninguna parte.
El retorno de ecuatorianos desde México es cuatro veces menor al registro de salida. Pero a todo ello se suman las familias desgajadas, los niños sin padres que cruzan la frontera, víctimas de los lobos que viven del magro dinero de sus familias.
Los pequeños son arrojados de los muros de la vergüenza y, si tienen suerte, recogidos en esas áridas tierras de un país árido con otros emigrantes, encerrados o expatriados. Una y mil veces la historia se repite. Está en manos de la sociedad cambiar las cosas y generar oportunidades de progreso aquí, para que la gente no tenga que huir a ninguna parte y, muchas veces, no regresar jamás.