Por estos días, en Ecuador, los decesos de niños no solo provienen de enfermedades prevenibles ni de accidentes fortuitos. Proviene del plomo. En enero de 2025, 46 menores fueron asesinados; cinco de ellos eran bebés de hasta tres años. Murieron en brazos de sus madres, en autos atacados por sicarios, en calles tomadas por el crimen. No son números: tenían nombre, rostro, juguetes sin recoger.
Los niños ya no juegan a ser superhéroes, juegan a ser sicarios. Aprenden a vigilar calles, a entregar droga, a usar un arma. A los 12 años, ya están inmersos en redes de extorsión o microtráfico. ¿Cómo rompemos ese destino?
La niñez ecuatoriana cae en medio del fuego cruzado del crimen organizado. Guayaquil, Durán, Babahoyo, Manta, Esmeraldas… allí ser niño puede ser, a veces, una sentencia de muerte. Los más pequeños mueren como víctimas colaterales; los más grandes, como objetivos o partícipes de las bandas. La tragedia tiene dos caras: la del menor que cae por una bala perdida y la del que empuña un arma por encargo.
Un informe publicado por EL COMERCIO revela un dato escalofriante: en solo un mes (febrero de 2025), 53 menores fueron asesinados. La mayoría, entre 15 y 17 años. Pero también hay bebés de cinco meses y niños de dos años en esta cuenta mortal. ¿Qué tipo de país permite que sus niños mueran así?
Las cifras se disparan, pero el horror no parece conmover lo suficiente. Entre 2019 y 2023, los homicidios de niños y adolescentes crecieron un 640%. La raíz no es solo la violencia, también es el abandono. Lo dicen los expertos citados en el reporte de este Medio: el crimen organizado recluta donde la institucionalidad no llega. En los barrios marginales, los niños encuentran más cerca a los capos que a los profesores.
La sociedad, en lugar de protegerlos, los criminaliza. No los reconoce como víctimas del crimen organizado ni como sobrevivientes de trata de personas. Les niega su humanidad y los suma a las estadísticas de delincuencia. Esta doble criminalización perpetúa el círculo: más marginación, más violencia, más muerte.
En provincias como Los Ríos, Guayas, Esmeraldas y Manabí, los niños ya no juegan a ser superhéroes, juegan a ser sicarios. Aprenden a vigilar calles, a entregar droga, a usar un arma. A los 12 años, ya están inmersos en redes de extorsión o microtráfico. ¿Cómo rompemos ese destino?
La respuesta empieza por mirar hacia adentro. Por dejar de ignorar. Cada niño asesinado no solo es una vida truncada; es un testimonio de nuestro fracaso colectivo. Es la prueba de que como sociedad estamos incumpliendo la promesa más básica: cuidar a quienes no pueden defenderse.
Este país necesita políticas urgentes en territorios vulnerables. Necesita más acción. Porque si no somos capaces de proteger a nuestros niños, el futuro se nos va de las manos.