Ya es la imagen de todos los días. Unos tractores emprenden contra las casuchas recién armadas en una zona alejada de Guayaquil. Y tras los escombros las lágrimas hacen presa de la gente.
Solamente queda el llanto.
La triste historia de las invasiones data en el Ecuador del siglo XIX. Es el hambre y la pobreza que aleja a la gente del campo en pos de un trabajo. Son los fenómenos naturales los que han empujado históricamente a miles de compatriotas a los suburbios, a formar barriadas miserables, a mendigar por un empleo.
Hoy, como ayer, el drama continúa. Claro que el fenómeno ha permitido que inescrupulosos traficantes de tierras amasen fortunas. Por cierto que el poder político al socaire del clientelismo y la pesca de votos siempre ha protegido a estos siniestros operadores. Lo mismo en el pasado que en el presente, donde inclusive uno de estos supuestos traficantes que hoy está preso fue asambleísta, hizo campaña junto al presidente Rafael Correa y antes perteneció al socialcristianismo.
En Guayaquil, según datos de la Municipalidad, llegan cada año 5 000 familias nuevas. En Quito, el Cabildo reconoce 485 asentamientos ilegales. Tras el nuevo desalojo de este martes en el sur de Quito se evidenció otro problema. Guardianes armados vigilan los terrenos invadidos. En los días pasados también vimos que los supuestos traficantes de tierra financian colegios, almacenes de electrodomésticos, ferreterías, en las zonas invadidas.
Y, como se demostró en la investigación que publicó este Diario, hasta se levantan iglesias. Y de allí salen algunos de los nombres bíblicos de estos asentamientos ilegales.
Las invasiones vuelven a mostrar una honda enfermedad social de pobreza, marginalidad y falta de trabajo.