Tras cuatro meses de detención se liberó a quienes se había presentado como sospechosos de un asalto, pero las normas de transporte de valores no cambian. La noticia conmocionó a la ciudad.
En junio pasado, a plena luz del día, un grupo de delincuentes fuertemente armados irrumpió en un centro comercial, en el sur de Quito. Tras varios disparos y un saldo trágico, la banda huyó con un fuerte botín: el dinero en efectivo que uno de los bancos instalados en el lugar había recaudado las últimas horas.
Tras la información, la reacción policial, una búsqueda de urgencia y un anuncio: la Policía tenía en sus manos a los sospechosos. A cara descubierta y contra una pared, como se mal acostumbra, sus rostros se presentaron a la opinión pública. El supuesto nuevo trofeo de la acción policial.
Poco después, la justicia determina que las presunciones se desvanecieron, que los argumentos que condujeron a la captura de los sospechosos eran deleznables, que su supuesta relación con el delito era casual. Salieron libres pero, si es como dice el juez, estuvieron un tiempo detenidos injustamente.
Lo de fondo no se corrigió con los anuncios iniciales de cambiar los horarios de desplazamientos de los transportes de valores cuando los clientes de las 42 sucursales bancarias que existen en los centros comerciales ya no estén.
Los procesos no muestran avances. Una vez más se constata que el poder político tiene capacidad reactiva para provocar efectos mediáticos pero que a la larga no tienen seguimiento ni producen resultados.
Solo el relumbrón, la pantalla de delincuentes capturados que luego no resultan ser tales, o la reacción oficial que llega como un bálsamo epidérmico cuando la herida de fondo continúa: una sociedad acosada por la inseguridad.