El más reciente episodio de debate sobre la inmunidad parlamentaria refresca ante la opinión pública un tema tan antiguo como esencial para precautelar la vigencia de la institución congresil.
El caso de Galo Lara, asambleísta de oposición que realizó algunas acusaciones de corrupción en el Ejecutivo, fue conocido y votado por el Pleno de la Asamblea Nacional, desechando la consulta de la Corte Nacional sobre si procedía un juicio contra el legislador por sus expresiones.
Es increíble que el pedido se haya escondido en una gaveta de la Presidencia de la Asamblea y no se haya agendado para su tratamiento en el pleno hasta que se hizo pública la estratagema política oficialista.
La inmunidad parlamentaria está vigente en la legislación constitucional desde los albores de la República. Durante los duros gobiernos de distinto sino político como los de García Moreno y Eloy Alfaro -conservador y liberal, respectivamente- la inmunidad se mantuvo vigente sin discusión alguna.
Pero no se puede mezclar la institución de la inmunidad con un mal entendido espíritu de cuerpo. Desde el retorno a la democracia (1979) hubo dos episodios que merecieron que el Parlamento levantara la inmunidad. Cuando el ex presidente y legislador nacional Otto Arosemena disparó en el recinto parlamentario e hirió a Pablo Dávalos y Pío Oswaldo Cueva, y luego cuando el diputado Junior León disparó en una discoteca. Dos hechos a todas luces muy distintos a las tareas propias de los congresistas.
La inmunidad, aun cuando muchos legisladores parecieran excederse en su uso, es una institución de la democracia que jamás debe desaparecer, y cualquier vulneración de sus privilegios debe desecharse.