Varios miembros uniformados de la Policía Nacional han sufrido agresiones injustificadas; hay 510 casos.
Pero además en los últimos días hemos visto videos de agresiones a agentes de tránsito. Solo en Quito hubo 283 sanciones hasta agosto, contra conductores violentos.
Varios ataques se producen en horas de la noche y la madrugada y al calor del consumo excesivo de licor, pero hay algunas denuncias que muestran que se ha intentado despojar a los uniformados de sus pistolas, toletes y gas pimienta con el objeto de usarlos en su contra. Las penas por agresiones a policías lucen insignificantes , de cinco a diez días.
Esta actuación de mucha gente prevalida de supuestos derechos no debe ser tolerada. Es verdad que la doctrina inculca, y con razón, el uso progresivo de la fuerza para mantener el orden. La represión y los golpes a los ciudadanos, como los que lamentablemente se han visto antes en manifestaciones de grupos civiles, trabajadores o marchas indígenas, de ninguna manera deben ser la respuesta. Represión no es solución.
Pero tampoco lo es el que los ciudadanos agredan de palabra o físicamente a quienes están llamados, por la naturaleza de su trabajo, a mantener el orden público, a garantizar los derechos de todas las personas y, en el caso de los agentes de tránsito, a hacer que la circulación vehicular fluya sin contratiempos y respetando los derechos de los conductores.
Una educación policial adecuada para que no se abuse del uniforme y se cumpla con la ley y el principio de autoridad es indispensable, tanto como volver a una educación cívica que revalorice al policía y su papel para la paz pública.
Con una imagen venida a menos, corresponde a los poderes públicos limpiar a la institución policial -los casos internos de corrupción y abuso pueden ser causa del deterioro de su imagen y con un liderazgo inequívoco desde el poder civil hay que restaurar el respeto a la autoridad, la única opción para vivir civilizadamente y en armonía social. Hay mucho por hacer: el Gobierno y la sociedad tienen la palabra.