Hace mucho tiempo que el país no sufría los efectos devastadores del verano en la magnitud de este año. La causa: una sequía consecutiva con bajos niveles de humedad, altas temperaturas y vientos que propagan el fuego.
Todo parece haber conspirado en este tiempo de calentamiento global que afecta al planeta.
Según la Secretaría de Riesgos hay 17 000 hectáreas destruidas en nueve provincias. El costo más triste es la pérdida de cinco vidas humanas. Entre ellas la de un bombero. La autoridad debiera reconocerlo y honrar su sacrificio. Además, cerca de 30 miembros de la casaca roja han resultado con heridas de distinta índole. Su lucha ha sido ejemplar y el reconocimiento de la sociedad debe ser categórico.
Los incendios también han destruido cultivos y bosques. La recuperación tardará años y puede ser casi imposible, especialmente en las amplias zonas de bosques nativos calcinados. La flora ha sufrido pero la fauna también ha pagado un alto precio.
La tierra queda en malas condiciones para la siembra y el invierno puede precipitar la erosión, causar deslaves y nuevas emergencias.
Más allá de la investigación anunciada a presuntos responsables, pirómanos y saboteadores, la emergencia declarada no surtió efectos inmediatos. Fue lenta la respuesta del establecimiento oficial en la emergencia y los recursos de la Fuerza Pública se movilizaron con cierta pereza, no así el personal que cumple ejemplares labores de apoyo a la acción de los bomberos. Cabe agradecer la solidaridad internacional con personal y equipo aéreo.
Las primeras lluvias, e incluso granizadas, anuncian la llegada del invierno. El viernes el aguacero apagó ocho los nueve incendios que se declararon en Quito.