Hablar de religión nunca es fácil. Siempre existe el riesgo de herir sensibilidades, de tocar fibras profundas, de parecer irreverente frente a lo que muchas personas consideran sagrado. La fe es uno de los pilares más personales del ser humano, y por eso es comprensible que cualquier crítica a una institución religiosa, en este caso a la Iglesia católica, pueda ser malinterpretada. Pero también es cierto que hay hechos concretos que la sociedad ya no puede ignorar. Y es por eso que la propia Iglesia atraviesa hoy un momento crucial: una etapa de reflexión y autocrítica.
La Iglesia católica, una de las instituciones más antiguas del mundo, no es ajena a las crisis. Durante siglos ha sobrevivido a guerras, cismas, persecuciones, revoluciones y transformaciones sociales. Pero hoy enfrenta un desafío distinto: la pérdida de confianza de muchos de sus propios fieles.
En varias partes del mundo, el alejamiento de la gente de los templos no solo obedece a la secularización de la sociedad, sino también a la falta de respuestas claras frente a errores internos que han sido evidenciados por la opinión pública.
Uno de los más dolorosos es el relacionado con los casos de abuso sexual cometidos por algunos miembros del clero. Si bien han existido denuncias desde hace décadas, en los últimos 20 años han salido a la luz investigaciones que han revelado encubrimientos, silencios cómplices y negligencias que han afectado a miles de víctimas.
El propio Vaticano, bajo el papado de Benedicto XVI y posteriormente con Francisco, ha reconocido el problema. Sin embargo, muchas organizaciones de víctimas consideran que la respuesta institucional ha sido lenta y limitada. Medios como The New York Times, El País y La Repubblica han documentado estos procesos.
Este contexto se vuelve a poner en debate tras la reciente muerte del papa Francisco el 21 de abril de 2025, a los 88 años, debido a un ictus cerebral, cuya figura dejó una huella particular por su intención de reformar y humanizar el accionar eclesial. Francisco fue el primer papa latinoamericano, el primer jesuita y uno de los pocos que intentó acercarse a las periferias, a los descartados, a los pobres. Su papado abrió espacios para el diálogo interreligioso, reconoció errores pasados y ofreció el perdón en nombre de la Iglesia por los abusos cometidos.
Sin embargo, también enfrentó resistencias internas. Algunos sectores consideraban que su discurso era demasiado liberal, que abría puertas que podían debilitar la doctrina tradicional. Ahora que se viene el cónclave para elegir a su sucesor, la Iglesia está dividida entre quienes desean continuar su legado de apertura y quienes piden un retorno a una visión más conservadora.
El futuro papa, cualquiera que sea, tendrá el reto de sanar esas fracturas y, sobre todo, de reconectar con una feligresía global que exige coherencia, transparencia y una renovada espiritualidad.
La Iglesia es una institución formada por seres humanos, y por lo tanto no está exenta de errores. Pero también es cierto que ha tenido aciertos. Ha sido, en muchos momentos, refugio de esperanza, promotora de justicia social, acompañante del dolor humano y defensora de los derechos de los más vulnerables.
En países de América Latina, por ejemplo, su papel durante las dictaduras del siglo XX fue clave en la defensa de los derechos humanos. En Ecuador, la labor social de las comunidades religiosas en salud, educación y atención a personas en situación de calle sigue siendo fundamental.
Hoy el mundo es otro. La tecnología, los nuevos valores, la diversidad cultural y la crisis climática exigen de todas las instituciones un cambio de mentalidad. La Iglesia católica no puede ser la excepción. Su voz sigue teniendo peso moral, pero solo si es capaz de abrirse a la autocrítica real, de reformarse desde dentro, de escuchar más y juzgar menos.
El legado de Francisco, que es imperfecto, está en ese esfuerzo por volver a lo esencial: la misericordia, la compasión, la coherencia. No se trata de tomar partido entre conservadores o liberales dentro del Vaticano. Se trata de reconocer que la fe también necesita renovarse, que la espiritualidad no está reñida con la transparencia, y que la Iglesia será fuerte solo si es humilde para corregir sus errores y valiente para enfrentar los nuevos desafíos.
En este contexto, es importante destacar que, aunque se habla de misericordia y respeto hacia los fieles, en las mismas redes sociales se insulta a aquel que piensa distinto o cree en algo distinto. También es fundamental el respeto al laicismo y a los no creyentes. Ecuador es un país laico con una mayoría católica, y es esencial que se garantice la libertad de culto y se promueva una convivencia respetuosa entre todas las creencias y convicciones.