Hay subsidios indispensables y otros inútiles. Unos que ayudan a la supervivencia de quienes más lo requieren, otros que financian con dinero público la actividad de quienes sí pueden pagar precios reales.
Ese ha sido el caso de la gasolina. Una traba dogmática y una conveniencia disfrazada por el matiz de una presunta afectación a las clases populares mantuvo un esquema perverso, perjudicial para la caja fiscal.
Ese modelo beneficiaba a los que poseen vehículos privados, cuyo nivel de ingresos permite, sin mayor impacto, pagar el precio real del galón de combustible. También es verdad que hay autos que se emplean como herramienta de trabajo.
El debate llegó a la agitación nacional en octubre de 2019, que destruyó bienes públicos -cuyos juicios en muchos casos no determinan a los hechores-, causó muertos y millonarias pérdidas. Al final todo desembocó en una decisión difícil pero indispensable: reducir paulatinamente el esquema de subsidios a las gasolinas extra y súper, además del diésel.
Esta realidad, a la que se suman la reducción del precio del petróleo a nivel mundial por la pandemia, y la baja del 30% del consumo local, llevaron a que hasta noviembre del 2020 el balance fuera favorable para el fisco en la importación de gasolinas: USD 72, 7 millones.
De este panorama se demuestra que el consumidor ha podido asumir el precio con un pequeño sacrificio, pero ya no se sigue esquilmando recursos públicos, que no abundan.
Queda por resolver el tema del diésel, que sigue subsidiado y que muchas veces también alienta usos que bien pudieran pagar la tarifa internacional. Eso será motivo de una negociación técnica y política posterior.
De momento, el sinceramiento de precios de las gasolinas súper, primero, y luego de la extra y eco país, es una buena noticia que debió anunciarse hace mucho tiempo.
La medida, mal divulgada al inicio, costó dolor y millones de pérdidas, pero hay que reconocerla como una decisión valiente y con sentido de futuro. Algo que el gobierno que asuma el 24 de mayo deberá reconocer.