Estamos mal. Las cifras revelan cada día que los contagios y los fallecimientos crecen sin detenerse por una pandemia que no llega a la tan anunciada y anhelada meseta.
El país volverá a medidas de control drásticas, toques de queda, confinamiento por cuatro fines de semana y teletrabajo en los sectores público y privado (en aquellos que puedan hacerlo y cuenten con los soportes tecnológicos adecuados).
El esperado rebrote de contagios, la saturación de hospitales y el nivel de grupos etarios más amplios infectados congestiona los servicios de salud. El estado es crítico.
Acaso estamos viviendo las consecuencias de una seguidilla de feriados junto a dos concurrencias a las urnas, sin las debidas precauciones. ¿Quién lo sabe con precisión?
¿Quién puede determinar si la expansión que se atribuye a nuevas variantes, como las de Reino Unido, Sudáfrica o Brasil, hacen que el nivel de contagios sea más alto o la letalidad más contundente? Tampoco hay respuestas categóricas. Lo único cierto es que practicamos pocas pruebas PCR y las vacunas son insuficientes y tardarán largo rato en llegar y aplicarse a la mayoría de la población.
La otra cara de la moneda está en una economía que sufre un nuevo golpe. Ya tuvimos quiebra de empresas en el año 2020, ya afrontamos un alto desempleo. Ya vimos que las calles se coparon de ventas informales y el hambre y la pobreza crecen.
Así, semiconfinados, tal vez se paran los contagios pero muere la economía. Los hoteles y los restaurantes ya están al borde de la quiebra, muchos han cerrado; el turismo al aire libre, que empezaba a gozar de una mejor salud, vuelve al encierro.
Es una tragedia sin solución inmediata. Si cuidamos la salud, muere la economía. Si liberamos los negocios y nos relajamos, muere la gente.
Una disciplina férrea de cada persona, aislamiento, distancia, lavado de manos, uso de mascarillas y la urgente ampliación de compra de vacunas y su aplicación son la salida, desafortunadamente a mediano plazo. Mientras, ¿cuántos muertos más contaremos, cuantas quiebras más?