Es lo más fácil encontrar en la moneda única la explicación de los serios reveses que han sufrido las economías de la eurozona, donde ni una política monetaria común ni las supuestas exigencias aplicadas para su implantación lograron superar las asimetrías y ocultaron la verdad profunda.
Se buscó una moneda fuerte para competir con el dólar norteamericano y el poderoso yen japonés, sin que entonces se vislumbre el rápido ascenso de la China.
A 10 años de la adopción del euro, muchos creen que en su naufragio se podría hallar soluciones, pero ni el euro es el causante de la crisis ni su desaparición curará el mal. Ocurre tal y como ha sucedido en el Ecuador con la pobreza. La dolarización no la causó, solo la mostró durante unos años en su rostro más crudo, pero la desaparición del dólar no curaría el mal de fondo.
Para llegar al euro como moneda común de 17 países –algunos Estados se negaron– se aplicó un rígido plan de ajustes y los países con menor grado de desarrollo relativo de Europa se comprometieron a un severo rigor fiscal. A la vuelta de 10 años, visto está que no lo cumplieron a cabalidad.
La crisis de la deuda ha desnudado las falencias y la falta de seriedad en los compromisos adquiridos y son justamente algunos de esos países a los cuales se les exigió sacrificios fiscales y cumplimiento milimétrico, los que hicieron agua, descubriendo que el seguimiento de los responsables económicos de la Unión Europea dejó que desear.
Hoy vuelven a aflorar las asimetrías. Alemania se muestra sólida para capear el temporal. Los desastres del vendaval ya pasaron factura en Grecia, España e Italia.
Salir del euro no será solución, aunque muchos le carguen a su vigencia toda la culpa.