Hoy asistimos a la vorágine de las redes sociales. Nos permiten informarnos inmediatamente y participar, pero también podemos ser, sin quererlo, parte de vulneraciones a la intimidad y de campañas de desinformación.
En la sociedad de la información, a nombre de una libertad de expresión -que, cosa extraña, varias veces se ejerce desde el anonimato- se puede intimidar o a denigrar. Los episodios son muchos y las razones, muy diversas.
El más reciente es un vídeo que invade la vida privada de una persona. La gente lo mira, lo comenta, lo amplifica, al punto de dejar en el piso la imagen de alguien que poco antes desconocía.
La máxima de la época -si no quieres que se sepa, no lo hagas- no alcanza para justificar la dimensión que puede llegar a alcanzar la exposición pública de la intimidad de un individuo, al punto de humillarlo o vulnerarlo.
Lo que empieza como una broma puede terminar rápida e insensiblemente en un linchamiento colectivo. Para muchos, parece el momento de expresar sus pasiones más bajas.
Los 140 caracteres del tuiter sirven también para atacar al rival. No importa si es hincha de un equipo contrario o de una minoría o de una preferencia cultural distinta. En la política, entre los fanáticos y los ‘trolls’ solo media el mensaje a sueldo y la militancia extremista. Las redes sociales son canales formidables para la expresión y la creación de comunidad y participación, pero su uso insensible puede pervertirlas.