El peor atentado en la historia de Turquía, que se cobró 97 vidas el fin de semana anterior, ha sumido en una encrucijada al Estado otomano. El doble acto terrorista se produjo a menos de tres semanas de unas elecciones legislativas anticipadas que se ven cruciales para el futuro del país. Y ha terminado por profundizar las tensiones políticas.
Los bombazos, que fueron perpetrados por suicidas en la capital Ankara, han causado otros efectos colaterales. En primera instancia, perforan -al menos temporalmente- la imagen de un país que es presentado como un modelo de la deseada armonía entre Occidente y el mundo musulmán.
Los ataques, asimismo, atizan la incertidumbre en un Estado islámico moderado que se ha sumado a la Organización del Atlántico Norte (OTAN). De manera irremediable, se configura la sospecha de que el terror -del signo que fuere- asesta otro golpe y acecha dentro de las fronteras de este bloque militar.
Por ahora, nada se sabe sobre los autores materiales de los brutales ataques. Aunque el gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan ha dicho que la milicia fundamentalista del Estado Islámico (EI) es la principal sospechosa, hay otras voces que atribuyen la responsabilidad al Ejecutivo de Ankara. Los partidos y sindicatos cercanos a la minoría de los kurdos acusan a las autoridades del retiro de la protección policial en la marcha pacífica que fue blanco de los terroristas.
Es importante que los turcos salgan de esta encrucijada.