El error en política no es una derrota definitiva, sí lo es si es que no se entienden las señales de la sociedad. El error es, o debería ser, una oportunidad para revisar el camino andado, corregir el rumbo y retomar con fuerza lo que se ha desviado.
Sin embargo, en el Ecuador actual parece que los desaciertos se convierten en trincheras de negación, donde los partidos y movimientos políticos prefieren justificarse o contraatacar antes que reflexionar. Esta incapacidad de reconocer fallos ha sido uno de los motores del desgaste de las fuerzas tradicionales del país.
Las elecciones presidenciales de 2025 y la reciente instalación de la nueva Asamblea Nacional, el pasado 14 de mayo, ofrecen una lectura clara: el correísmo y el Partido Social Cristiano, que por décadas tuvieron peso en la estructura de poder, han perdido capacidad de influencia tanto a escala nacional como en lo local. No se trata solo de resultados numéricos, sino de un desgaste acumulado por no haber hecho autocrítica, por no haber entendido que incluso los proyectos políticos con apoyo popular pueden debilitarse si no son capaces de reconocer sus propias fisuras. Los líderes autocráticos, emborrachados de poder, no reconocen errores y solo atribuyen sus derrotas a trampas de sus enemigos.
La organización Acción Democrática Nacional (ADN), liderada por el presidente Daniel Noboa, y sus aliados lograron consolidar su presencia en la Asamblea con la elección de las principales dignidades. Ese poder, que parece firme hoy, también puede nublarse si no se aprende de los errores ajenos. Gobernar no es solo ocupar espacios institucionales; es también escuchar, incluir, revisar y adaptarse. El poder que no se somete al escrutinio ni se permite dudar se convierte en una nube que impide ver con claridad.
Hay una trampa peligrosa en la política ecuatoriana: creer que la mayoría lo justifica todo.
Esa lógica ha llevado a gobiernos anteriores a aislarse, a gobernar con un único libreto, y a reprimir o excluir toda forma de disidencia. Se cae en la falsa dicotomía de “estás conmigo o eres mi enemigo”, que lejos de fortalecer la gobernabilidad, debilita el debate y la posibilidad de construir consensos.
La experiencia reciente en la Asamblea Nacional lo confirma. La oposición fragmentada, sin liderazgos claros, ha sido fácilmente desplazada. Pero eso no garantiza que el oficialismo tenga carta blanca. La transparencia y el control institucional no pueden relajarse, especialmente cuando el poder se concentra.
Es tiempo de que la política ecuatoriana adopte una cultura del aprendizaje. Reconocer errores no es signo de debilidad, sino de madurez. Escuchar las críticas, abrirse al debate, corregir el rumbo: todo eso fortalece, no debilita. Las democracias más sólidas son aquellas donde los liderazgos se permiten dudar y rectificar. Ahora mismo, vemos la debacle de líderes autoritarios que no reconocen errores ni admiten críticas de sus propios compañeros de ideología.
Pero este cambio también es responsabilidad de la sociedad. En redes sociales, en medios, en el debate público, se ha instalado una narrativa de polarización permanente. Se ha normalizado el insulto al que piensa distinto, se ha desacreditado el disenso como si fuera traición. Mientras esa cultura persista, será muy difícil exigirle a la clase política que actúe distinto.
Necesitamos construir una narrativa donde el error no sea motivo de linchamiento, sino de análisis. Donde la crítica no sea un ataque, sino una contribución. Donde gobernar sea un ejercicio de humildad colectiva y no de imposición ideológica. Ecuador necesita cuestionarse y aprender de los errores para no repetirlos como sociedad.