La aprobación de una normativa tan importante como la que contiene la Ley Orgánica de Educación Superior por el ministerio de la Ley es una noticia preocupante, tanto por la incidencia que tendrá en ese sector como por las consecuencias que acarreará el modo en el cual se está legislando.
Más allá de las acusaciones y de las autoinculpaciones dentro de la Asamblea Nacional, no resulta sano que, por aspectos de procedimiento -como los registrados la noche del lunes- temas de tanta trascendencia para la vida del país queden por fuera del debate y de los consensos mínimos. Si bien no había los votos para oponerse al veto presidencial, la imagen legislativa queda más lesionada porque esa Función sigue demostrando su incapacidad de ir más allá de la línea que le traza el Ejecutivo.
En cuanto a los contenidos, la Ley mantiene prácticamente inamovibles los conceptos generados en las dependencias del Ejecutivo para crear la Secretaría Nacional de Educación y el Consejo de Evaluación y Acreditación que incidirán en la marcha de un sector que reclama autonomía. Pero la búsqueda de calidad, en la cual hay coincidencia, no necesariamente debe ser concebida unidireccionalmente. El solo hecho de que a lo largo de estos meses se hayan vertido tantas opiniones divergentes debía ser una señal para cambiar una visión política que quiere imponerse a rajatabla.
No es difícil imaginar las dificultades que tendrá esta Ley para sobrevivir en el tiempo, como sucede con todas las leyes que no nacen del inevitable consenso en democracia.
Antes de seguir creando más precedentes de un esquema político que se basa en la fuerza del Ejecutivo y en la ineficacia del Legislativo, ya es hora de que se medite en la necesidad de evitar posibles lesiones en el tejido social.