El 24 de marzo acudiremos otra vez a las urnas. El momento impone sensatez a toda la clase política y, por cierto, a las autoridades del Consejo Nacional Electoral (CNE).
Una de las misiones clave en la recuperación de la vida democrática después de una década de autoritarismo y poder concentrado está conferida al CNE. Por eso, los desacuerdos evidenciados entre sus autoridades dañan la imagen del máximo organismo del sufragio.
Es comprensible que, cuando un cuerpo colegiado responde a diversas fuerzas políticas e ideológicas, la unanimidad no siempre sea posible. Esa unanimidad fue la ficción creada por una supuesta revolución que terminó por afectar la libertad popular.
Con falta de transparencia y un control de la propaganda laxo para sus partidarios pero riguroso para cualquier fuerza de oposición, la equidad de los procesos jamás estuvo garantizada y la interferencia del aparato estatal fue grosera. Los procesos y resultados fueron hacia el cauce que el poder absoluto quiso.
Pero las discrepancias hasta cierto punto indispensables en el debate interno no pueden ni deben entorpecer la alta misión del CNE en esta hora. Este poder del Estado, por el contrario, debe facilitar la construcción del camino democrático.
Con normas hechas a medida en el pasado y que dan como resultado la existencia de más de 80 000 candidatos y más de 200 fuerzas políticas, el CNE tiene en sus manos una serie de difíciles tareas, que incluyen monitoreo y capacitación, y no puede desviarse por las pugnas.
Debe haber transparencia, discrepancia con altura y acuerdos mínimos de gobernabilidad interna para conducir el proceso a buen puerto. Es de esperar, luego de varios tropiezos iniciales, un conteo de votos transparente y sin interferencias para que se respete la voluntad popular.
Por el bien de la cultura democrática y de todo el país, los vocales del CNE deben deponer diferencias, dejar a un lado sus intereses partidistas o personales y priorizar su patriotismo, su capacidad y su estatura ética. Es una urgencia.