De cuando en cuando se encienden las alarmas. Motín en una cárcel del país. Guardias o visitas retenidos y presos muertos por sus compañeros.
La noticia bien puede venir desde Latacunga, Esmeraldas, Turi, Portoviejo o Guayaquil. Dentro de las cárceles nadie está a salvo.
El último motín fue en Latacunga. Dejó un reguero de sangre; ambulancias y camionetas transportaron los cadáveres. Todos se preguntan cuándo será la próxima reyerta.
El año pasado el Gobierno optó por una declaratoria de emergencia. Militares en las afueras de los recintos carcelarios, guardias atemorizados, policías impotentes para detectar las armas que pasan una y otra vez hasta la siguiente requisa. Una rutina.
Las bandas criminales tienen armas, droga, la consumen muchos detenidos y la venden a sus compañeros de encierro. Los capos de las mafias carcelarias tienen teléfonos de última generación, ordenan secuestros y operativos delictivos desde donde penan por sus delitos.
Como no hay una solución sencilla, el Servicio de Rehabilitación ha presentado un documento ante la Corte Constitucional para su revisión. El organismo debe observar si el respeto a los derechos de los llamados PPL( personas privadas de Libertad) se contempla en la norma propuesta.
Se explica un plan de acción para ser puesto en vigor hasta el año 2025. Cuesta USD 208,6 millones.
Todo pasa por reconocer que con las reformas al Código Integral Penal la población carcelaria creció y el hacinamiento no para. Tener más presos no soluciona los problemas de fondo de la sociedad. Está visto.
Hay que buscar una auténtica rehabilitación social. Siempre se dice que las cárceles son ‘escuelas de perfeccionamiento’ del crimen. Esa realidad hay que cambiar. Falta dinero, pero también voluntad política.
Los delincuentes no pueden dirigir bandas desde su lugar de condena. Debe haber inhibidores de señal celular y control severo de armas. Los guías penitenciarios no deben ser cómplices ni encubridores. Si no hay cambios las cárceles seguirán igual, hasta el próximo escándalo.