En cinco años, 343 niños y jóvenes en edad escolar fueron abusados en el Ecuador. La información publicada ayer en EL COMERCIO merece repudio general.
Estamos hablando de casos detectados y denunciados, pero podemos presumir que hay más que ni siquiera llegan a denunciarse. Las víctimas inocentes llevan su huella de dolor y frustración a cuestas por años.
Hay casos -uno de ellos está detallado en la nota – de suicidio a causa del acoso sexual. Muchos se denuncian y algunos se sancionan con duras penas pero otros quedan en la impunidad.
Una historia terrible de suicido fue llevada ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Lo que más llama la atención es que varios de los autores son profesores. Una tarea que debiera ser altruista, de entrega vocacional para formar futuros ciudadanos y que implica sumo cuidado y respeto al ser humano, no se compadece con estos actos abusivos. Es, en verdad, algo abominable.
La justicia no siempre actúa y hay muchos casos de impunidad que debieran ser atendidos con rigurosidad por las autoridades de la justicia. El Ministerio de Educación asume esta realidad e intenta actuar con vigilancia dotando a los centros Educativos de Departamentos de Consejería Estudiantil.
Pero suena increíble que la mayor parte de abusos sexuales de niños y jóvenes ocurran en el entorno educativo o hasta en los hogares. Es una enfermedad social lacerante, brutal.