El sismo de magnitud 6.1 que sacudió Esmeraldas el pasado 25 de abril de 2025 nos recuerda, una vez más, una verdad ineludible: Ecuador es un país sísmicamente vulnerable. Convivimos sobre un territorio de alta actividad tectónica. Sin embargo, los hechos recientes revelan que, pese a nuestra historia de desastres naturales, aún nos falta consolidar una cultura de prevención y una gestión de riesgos eficiente y sostenida en el tiempo.
En medio de la tragedia, surgió una de nuestras mayores fortalezas: el altruismo de la sociedad civil. Sin necesidad de directrices ni llamados oficiales, cientos de ciudadanos en todo el país se movilizaron para donar alimentos, agua, ropa e insumos de primera necesidad a los afectados en Esmeraldas.
La reacción institucional tras el sismo en Esmeraldas fue inmediata. La Secretaría de Gestión de Riesgos (SGR) activó equipos de evaluación de daños, se rehabilitaron vías, se restablecieron servicios básicos y se coordinó atención para los heridos. El Ministerio de Salud Pública mantuvo operativos sus hospitales y centros de salud, e incluso desplegó una unidad móvil para garantizar el suministro de medicamentos e insumos.
La respuesta de las autoridades, sin embargo, no debe sesgar una reflexión más profunda: la prevención y la preparación deben ser constantes, no episódicas ni reactivas. Un sismo de estas características, aunque severo, pudo haber sido mucho más devastador si su magnitud o profundidad hubieran sido diferentes. ¿Estamos verdaderamente listos para un evento aún mayor, como el terremoto de 2016 que devastó Manabí y Esmeraldas?
La gestión de riesgos no puede limitarse a la activación de protocolos una vez ocurrido el desastre. Es necesario fortalecer programas de educación sísmica en escuelas y comunidades, actualizar y hacer cumplir normas de construcción antisísmica, invertir en infraestructura resiliente, garantizar la operatividad permanente de rutas de evacuación y fomentar ejercicios de simulacro de manera regular. Solo una sociedad entrenada y consciente puede reducir el impacto humano y material de un gran terremoto.
En medio de la tragedia, surgió una de nuestras mayores fortalezas: el altruismo de la sociedad civil. Sin necesidad de directrices ni llamados oficiales, cientos de ciudadanos en todo el país se movilizaron para donar alimentos, agua, ropa e insumos de primera necesidad a los afectados en Esmeraldas. Los centros de acopio abiertos en ciudades como Quito, Guayaquil, Cuenca, Portoviejo y Manta se llenaron de ayuda espontánea, recordándonos que en la adversidad, el espíritu solidario de los ecuatorianos no falla.
Este impulso de generosidad debe ser valorado y canalizado con eficiencia. Las redes de voluntariado y la colaboración ciudadana son complementos imprescindibles de cualquier sistema formal de respuesta ante emergencias. Las autoridades deben considerar mecanismos permanentes de capacitación para voluntarios, protocolos de distribución de donaciones y plataformas de información clara y oportuna para orientar la ayuda.
Esmeraldas, golpeada de nuevo, nos lanza un mensaje que no podemos seguir ignorando. Cada desastre natural, grande o pequeño, es una oportunidad para aprender y mejorar. No podemos resignarnos a reaccionar; tenemos el deber de anticiparnos. La memoria de los daños, de las noches a la intemperie, de las casas fracturadas y de las familias desplazadas debe impulsarnos a construir un Ecuador más preparado, más seguro y más resiliente.
Los terremotos no se pueden evitar. Pero sí podemos —y debemos— evitar que nos tomen por sorpresa. La prevención salva vidas. La organización fortalece comunidades. Y la solidaridad, ya demostrada una vez más en estos días, es la mejor base sobre la que podemos reconstruir cuando la tierra tiembla bajo nuestros pies.