El Fiscal General ha tomado como una de sus prioridades la investigación de todos los hechos que ocurrieron aquel trágico 30 de septiembre de 2010, luego de la insubordinación policial y las dolorosas consecuencias de los enfrentamientos que dejaron muertos, heridos y profundas huellas políticas y sociales en el país.
Ningún ecuatoriano puede cuestionar la decisión de la autoridad para indagar y dejar en claro todos aquellos sucesos, pero el Fiscal General tiene la obligación de responder a la confianza ciudadana dando los pasos adecuados para llegar a la verdad sin asumir como ciertas las estrategias oficiales destinadas a posicionar el tema del 30-S como un intento de golpe de Estado que terminaría favoreciendo las tesis propagandísticas del Régimen.
El país no solamente necesita que se le diga toda la verdad sobre el 30-S, sino que requiere recuperar la fe en las instituciones y en la independencia de los poderes.
Eso no ha ocurrido, lamentablemente, en recientes decisiones relacionadas con temas jurídicos muy delicados que tienen que ver con los derechos humanos o con asuntos de tanta trascendencia como el respeto a las libertades ciudadanas y la obligación de los mandatarios de tolerar una prensa independiente, crítica e investigativa que, en representación de la sociedad, exija rendición de cuentas al poder político.
Si el Fiscal realiza una tarea transparente, equilibrada, justa y ponderada, el país volverá a creer que aún es posible construir una democracia con fuerte institucionalidad.
Pero si ocurre lo contrario, habrá que lamentar que el deterioro de la justicia se va convirtiendo en la enfermedad social más grave que sufre el Ecuador.