En América Latina, el caudillismo ha sido una constante histórica que ha moldeado las formas de ejercer el poder y también de vivir la democracia. Desde Simón Bolívar hasta los líderes del siglo XXI, el continente ha visto emerger figuras que encarnan al Estado, a la voluntad popular y, en muchos casos, al destino de la nación. El problema no es solo el carisma o la popularidad, sino la falta de instituciones sólidas que canalicen esa energía política hacia una democracia plural y estable.
El caudillismo nace muchas veces de crisis profundas: desigualdad económica, corrupción, inseguridad, etc. La promesa de un líder fuerte que lo resuelva todo es atractiva. Y a veces, esa figura logra avances. Pero el costo es alto: el debilitamiento del sistema republicano, la concentración del poder y la desaparición de los contrapesos. En palabras del historiador mexicano Enrique Krauze, autor de ‘El poder y el delirio’, “el caudillo moderno necesita una narrativa de redención y enemigos claros: la oligarquía, el imperio, la prensa”. Esa narrativa puede sostenerse incluso cuando los resultados reales son limitados o contraproducentes.
Ejemplos sobran. En Venezuela, el chavismo mutó en un régimen autoritario donde la división de poderes desapareció. En Nicaragua, Daniel Ortega ha perseguido a la oposición y cooptado todas las instituciones. En El Salvador, Nayib Bukele goza de altos niveles de aprobación, pero ha sido criticado por su avance sobre la independencia judicial y la libertad de prensa. En Argentina, el peronismo, que comenzó como un movimiento de justicia social, fue perdiendo capacidad de renovación hasta convertirse en un aparato dependiente de apellidos.
En Ecuador, el correísmo ha mostrado síntomas similares: tras más de una década de liderazgo de Rafael Correa, el movimiento no logró reinventarse fuera de su figura. Las elecciones presidenciales del domingo 13 de abril de 2025 evidenciaron un desgaste en su capacidad de convocar mayorías, mientras su discurso mantiene aún una base leal pero poco permeable a nuevas voces o autocríticas.
La razón de fondo es que el caudillismo impide la regeneración de la política. Cuando todo gira en torno a una persona, las ideas se estancan. No hay recambio, no hay disenso, no hay espacio para nuevas voces. Y cuando el caudillo pierde vigencia, su movimiento queda sin rumbo. Esa fue la sensación de muchos seguidores del kirchnerismo en las elecciones de 2023, cuando el discurso ya no conectaba con una generación que exigía algo diferente.
Pero también está el drama emocional del seguidor. Aquellos que creyeron, que defendieron al líder, incluso contra la evidencia, sienten traición o vacío cuando ese liderazgo ya no responde. El caudillismo también deja huellas psicológicas: fractura el tejido social y vuelve el debate político un campo de batallas personales.
El Latinobarómetro 2024 advirtió que solo el 48% de los latinoamericanos apoya la democracia como régimen político, una caída preocupante desde el 63% en 2010. Es un dato alarmante que debería hacernos pensar en nuevas formas de liderazgo. Más horizontales, más colectivos, más dialogantes. La región necesita más democracia y menos culto a la personalidad. Más ideas y menos apellidos.
El futuro pasa por entender que el liderazgo fuerte no tiene que ser autoritario. Que se puede construir autoridad desde la coherencia, la competencia y la escucha. Que gobernar no es dominar, sino persuadir, convencer, ceder, dialogar. El caudillismo puede ofrecer soluciones rápidas, pero siempre a costa de la democracia a largo plazo.
Los partidos tienen una responsabilidad urgente: dejar de ser plataformas de acceso al poder para un individuo y convertirse en espacios de debate, formación y representación. Los ciudadanos también deben asumir su rol, no como fans de un caudillo, sino como actores críticos que exigen rendición de cuentas.
En definitiva, hay que soltar la idea del salvador. La democracia no necesita redentores, sino instituciones que funcionen y ciudadanos que participen. Solo así, América Latina podrá salir del círculo de la promesa incumplida y construir una política que no dependa de un solo nombre para sobrevivir.