Entre la autonomía y el Estado unitario

La Secretaría Nacional de Planificación y Desarrollo concibió, al inicio del Gobierno,  un esquema con ocho regiones que ahora el bloque legislativo de Alianza País desestima como modelo a seguir.

El debate práctico incluye otros aspectos: la eventual disputa por la capitalidad de la Mancomunidad regional, ligada al liderazgo político; la aplicación de competencias que deberán profundizar el enunciado de la Carta Magna de 1998, hasta un complejo sistema de competencias de delegación pero dirigido desde una visión fuertemente centralista.

Además, se debe clarificar la asignación de recursos económicos. Una tarea que parece algo difícil en medio de la penuria de la caja fiscal.

La historia de la última década recoge varias consultas populares que  se quiere replicar con el consabido gasto electoral para  que la gente decida. La unanimidad luce imposible, y el consenso, difícil.

Las asambleas locales o regionales pueden convertirse en auténticas “Torres de Babel” donde los intereses de poder las mediaticen o hasta las anulen.

Burlar las asimetrías que devienen de la realidad socio-económica de cada región, superar las  desigualdades   ancestrales y propiciar el tan ansiado equilibrio parece, bajo el esquema propuesto, algo  utópico.

Probablemente el código territorial se torne inaplicable, más allá de numerosos aunque forjados apoyos demostrativos de la presión que se intenta ejercer desde la visión de la democracia “tumultuaria”.

Desde  el Gobierno  y la Constitución se propone conformar regiones, pero antes se aupó la desmembración de  Santa Elena y Santo Domingo de los Tsáchilas. Todo un enredo expresado en más de 600 artículos.

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