Nadie es dueño de la protesta. En realidad, los dueños son todos. Un todo colectivo sin una sola camiseta política pero con un claro objetivo: hacer pensar al poder político.
El segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, que empezó hace un año con 55% de apoyo popular, se ha desgastado.
Para este deterioro se juntan muchas cosas. El Gobierno impone unas cifras oficiales de inflación en las que nadie cree. Es sencillo: los precios suben mucho más de lo que marca el índice oficial.
Otro tema que colmó el vaso es el intento de debatir un cambio de norma constitucional para facilitar otra reelección. Un grupo importante de senadores de varios partidos de oposición de derecha, centro y centroizquierda firmaron un acuerdo para impedir la maniobra del Gobierno.
Además, como si de una marca registrada de varios países se tratarse, el intento de controlar a los medios de comunicación críticos ha venido acompañado de ataques a la prensa y periodistas y se prepara para el 7 de diciembre una gran reorganización de la propiedad de las frecuencias de radio y televisión, lo que afectará de manera especial al Grupo Clarín.
Se suman los deplorables ingresos de los jubilados y el clamor por la inseguridad, el robo y la violencia. Está también la corrupción galopante y el deterioro de los valores democráticos de tolerancia y respeto que el Gobierno y su frente para la Victoria FPV (el neoperonismo) vulneran cada día.
Por eso esta protesta de cacerolazos que no tiene dueño no solo se sintió en los barrios de clase media de Buenos Aires sino en muchas ciudades y tuvo réplicas en Estados Unidos o Australia. Es de la gente común que quiere vivir en democracia y tiene derecho a protestar.