La noche del 16 de abril, buena parte del país sufrió el gran sacudón. Era el terremoto en las costas de Manabí y Esmeraldas.
La tragedia se hizo carne. El dolor y la muerte cundieron como efecto de los 7.8 grados Richter de la energía liberada desde las entrañas de la tierra. Hasta hoy hay más de 3 700 réplicas. La destrucción física de carreteras y viviendas dejó desoladas extensas zonas pobladas como Pedernales, Jama, Bahía de Caráquez, Portoviejo y Manta, entre otros sitios. Se cuentan 673 fallecidos.
Se afectaron importantes zonas productivas, los puertos de exportación de pesca, la infraestructura para recibir a los visitantes del país y el exterior y donde se cosechaban recursos y riqueza, creando fuentes de empleo fecundas que el turismo suele aportar.
En las horas y días subsiguientes llegó la más humana de las virtudes: la solidaridad y el abrazo fraterno. De todos los puntos del país y el exterior: rescatistas expertos para ir en busca de las vidas por salvar en la pesada estructura de los escombros, y caravanas de alimentos, agua y materiales para el cobijo y el techo temporal. Conmovedor.
El Gobierno de entonces decidió aumentar el impuesto al Valor Agregado en dos puntos. Se organizó y dividió el trabajo y se emprendieron las tareas de demolición y reconstrucción.
Hoy, dos años después, varias zonas siguen afectadas y lucen abandonadas. Otras, florecen y se levantan. Mientras las heridas se curan, es indispensable mantener las acciones de prevención.