La terrible masacre que se perpetró en Quito llena de vergüenza a la memoria nacional. El 28 de enero de 1912 es un día nefasto de la historia que no conviene olvidar y al que se debe entender en su contexto.
Eloy Alfaro hizo la única y auténtica revolución de nuestra vida republicana, la Revolución Liberal. Su tenaz lucha por cambiar el rumbo de la historia lo llevó al campo de batalla. Largos años de devastación y enfrentamiento en una guerra civil lo elevaron al poder por la vía de las armas. Dos constituciones y reformas conceptuales progresistas animaron sus proclamas.
El Ecuador salía del siglo XIX con una propuesta audaz y conflictiva. La estructura agraria precaria, la penuria de los campesinos y la dependencia de pocos cultivos agroexportadores demandaban giros vertiginosos para acometer en los retos de los tiempos. Esas metas fueron cumplidas muy parcialmente.
Anacrónicas tradiciones heredadas de la Colonia mantenían las intrincadas relaciones del Estado con la Iglesia. La dependencia se extendía a la influencia y control de la educación y en ese ámbito el laicismo proclamado por Alfaro y la Revolución Liberal prometieron y se fue implantando en largos años la separación de la Iglesia y el Estado.
El gran proyecto que se considera como emblemático fue el ferrocarril. Un sueño para unir al país, a las regiones divididas por una geografía arrugada y costumbres y culturas distintas, la expresión de nuestra diversidad.
El gigantesco esfuerzo económico que supuso su construcción y los grandes cambios que propició fueron, a su vez, fuente de tensiones y conflictos. Muchos recursos salieron de una caja fiscal raquítica y con escasas posibilidades de conseguir ingresos suficientes.
Los apetitos políticos y el descontento creciente por las falencias de la administración pública hicieron crisis hacia 1911. Eloy Alfaro abandonó el poder y se fue del país con el compromiso de no volver. La sucesión presidencial con alguien elegido por Alfaro, Emilio Estrada, fue una solución temporal. Su muerte desencadenó nuevos alzamientos de facciones alfaristas encabezadas por lugartenientes del general, que llevaron a nuevas y sangrientas batallas, con un saldo de más de 1000 muertos.
Alfaro volvió al país aduciendo que lo hacía para actuar como mediador pero ya no pudo cumplir el propósito. Tras las muertes en el campo de batalla y el cruel asesinato del general Pedro Montero en Guayaquil, Eloy Alfaro cayó preso con un grupo de sus colaboradores y fue trasladado a Quito.
En la capital, por entonces una ciudad pequeña, crecía el descontento generalizado con el alfarismo. La generalidad de los periódicos respondía a los bandos y sus debates ideológicos estaban atravesados por la coyuntura política.
EL COMERCIO nació en 1906 con la intención de trascender esa lógica. Había apoyado varias acciones del gobierno de Alfaro, como el impulso a la industrialización como instrumento de desarrollo social. Más tarde criticó asuntos de Estado que consideró cuestionables y reflejó el pulso de una sociedad en tensión. Sus palabras, duras a veces, expresaron un sentir social muy extendido.
La saña y la brutal arremetida de una turba al Panóptico, donde llegaron los presos desde Guayaquil, así como el fatal desenlace, configuran uno de los episodios más sangrientos de la historia que dejaron una honda huella. El proceso que siguió al crimen político estuvo a cargo del fiscal Pío Jaramillo Alvarado, quien de modo frontal, profundo y valiente explicó los sucesos y formuló una acusación a los autores materiales e intelectuales.
Ese alegato fue publicado en su integridad por EL COMERCIO apenas se presentó, en 1919, y vuelve a ser editado por el Diario como testimonio para la historia, cuando se cumplen 100 años de la muerte de Eloy Alfaro, tanto en nuestra versión digital como en dos fascículos del libro ‘El Crimen de El Ejido’.
La historia ha juzgado. No cabe que se eludan responsabilidades ni revisionismos, peor aún falsas apropiaciones de un personaje cuyo legado pertenece al pueblo y no puede ser falsificado en su auténtico mensaje y herencia histórica.
La memoria de Eloy Alfaro merece respeto. El país del siglo XXI exige armonía, tranquilidad y una atmósfera generosa, vivir en democracia y construir valores de libertad.