Al mediodía del martes 15 de noviembre, en un hospital de Washington D.C., se apagó la vida del doctor Édgar Terán. 72 años le fueron suficientes para escribir con la impronta de su personalidad e intelecto, varias páginas de la historia del Ecuador. De ellas, la posteridad reclamará para el ciudadano ejemplar que fue, su talento de internacionalista y su patriotismo cabal. Batallador incansable de la libertad y del Estado de Derecho tan venido a menos en últimos años.
Dan cuenta de su compromiso cívico, el notable desempeño en los cargos que ocupó: Secretario General de la Administración, Ministro de Relaciones Exteriores, Embajador del Ecuador ante la Casa Blanca y Presidente de la Comisión que negoció la paz con el Perú. En este último, también brillaron las cualidades del jurista fino, para contribuir significativamente en un trascendental capítulo de nuestra vida republicana. Emprendería con energía incombustible, en el proyecto de la Fundación “Hacia la Seguridad” que creó. Su interés no fue otro que devolver a los jueces el papel independiente y protagónico que hoy se les niega, pero que en todo orden civilizado es la condición de la seguridad jurídica que Édgar Terán defendió, con el brío de su inteligencia y temperamento; proyectar al Ecuador hacia la modernidad, arrancándole de la estrechez de sus complejos y del discurso estatista tan arraigado en nuestra “cultura jurídica”.
Libró incontables batallas jurídicas y políticas. Algunas las sostuvo en soledad, inspirado quizás en la máxima que Henrik Ibsen planteaba en una de sus obras: “El hombre más fuerte del mundo es el que está solo”. La inició en el 2006, en la que me distinguió el honor de acompañarlo junto a otros ecuatorianos empeñados en romper la fatalidad de aquella máxima. Édgar Terán quería advertirnos de las amenazas que se cernían, de que nos convirtiéramos en la pieza de un engranaje totalitario, de aquel que ha sometido a los pueblos iraní, libio, venezolano y cubano, sojuzgados por tiranías asesinas, consolidadas mediante el embuste, el control de la información, la hipocresía internacional y los discursos “políticamente correctos” que Édgar desenmascaró con valentía.
Anticipó con lucidez, que el narcoterrorismo no tardaría en corroer el tejido social del país. Tampoco se equivocó. Pocos como él comprendieron desde antes de 2007, que el crimen organizado, tributario de ese narcoterrorismo, se tomaría calles y carreteras del Ecuador. El desmantelamiento de unidades especializadas de la Policía, la persecución a sus mejores oficiales y las ofertas de indultar delincuentes organizados, son algunos episodios que en los últimos tiempos han contribuido a que se cumpla, – y al pie de la letra-, los presagios de un estadista que entendió con claridad todo este proceso falsificador.