Un rasgo característico de los enlaces del presidente Correa es la ira. La audiencia de aquellos programas de radio y TV se sorprende, se deleita y se atemoriza –todo a la vez– con la furia, a veces contenida a veces desatada, que el Primer Mandatario exhibe en sus alocuciones sabatinas.
Algunos creen que la cólera presidencial es una suerte de ira ‘santa’ que Rafael Correa experimenta al ver tanto sinsentido ocurriendo a su alrededor. Otros dicen que la rabia del Presidente nace simplemente de antiguos conflictos irresueltos que le siguen atenazando. ¿Cómo entender el enojo perenne que parece sufrir la máxima autoridad?
Aristóteles fue el primero que intentó reflexionar sobre la ira y las emociones en general. En ‘Retórica’, un libro escrito para enseñar a que los oradores influyeran sobre los miembros de la Asamblea, este pensador decía que la ira resulta de la evaluación que uno hace de su situación personal: si creemos que hemos sido injustamente vilipendiados o pensamos que vivimos una circunstancia peligrosa y corremos el riesgo de perder algo, nuestra reacción natural será el enfado, el arrebato y la exasperación.
En ese sentido, la ira es un pensamiento antes que pura sensación instintiva. Si esa rabia es producto de un razonamiento entonces puede ser educada para que se exprese de mejor manera, aseguraba Aristóteles, sin dejar de reconocer que ese proceso de educación podría resultar complicado. En todo caso, expresar ira no siempre es un acto reprochable, afirmaba el filósofo.
Los estoicos cuestionaron esta visión algo cándida de Aristóteles. Estaban de acuerdo en que la ira era producto de un razonamiento previo de una persona pero ¿qué tal si ese razonamiento era incorrecto? ¿Somos siempre capaces de razonar con absoluto equilibrio?, se preguntaban con insistencia.
En un diálogo titulado ‘Sobre el control de la ira’, Plutarco dice que es peligroso dejarse llevar por esta pasión porque, una vez suelta, es muy difícil controlarla. Las palabras de este pensador romano indican la seria preocupación que produjeron los excesos de rabia de gobernantes autoritarios como Calígula o Nerón.
A pretexto de manifestar una ira –justificada o no– miles de personas murieron, otras tantas fueron condenadas a penas draconianas y enormes pérdidas materiales fueron inflingidas contra aquel imperio. Una cosa es la ira de Aquiles –la que permite pelear en las guerras– y otra muy distinta el arrebato personal que nubla el entendimiento, sugería Plutarco.
La historia antigua y reciente está repleta de gobernantes que confundieron liderazgo con iracundia y presencia de ánimo con autoritarismo. El origen de todo esto está, tal vez, en una mala comprensión de la ira.