En el acreditado ‘Diccionario de la Política’, del doctor Rodrigo Borja Cevallos, se dice que “el Arbitraje como solución jurídica de una controversia entre Estados”, demanda como conditio sine qua non que, así la aceptación del procedimiento arbitral, como la selección y designación del Árbitro y la determinación de la materia misma del arbitraje, sean acordados previamente, libre, voluntaria e irrestrictamente por los Estados Parte, los que, adicionalmente, deben contraer la obligación de acatar el fallo. No obstante lo cual, “como no existe ninguna autoridad coercitiva que pueda respaldar su ejecución, bien puede ocurrir –y hay muchos ejemplos de ello- que el Estado que se sienta perjudicado (por el laudo arbitral) se niegue a acatarlo con cualquier pretexto”. Todas estas condiciones hacen de este procedimiento algo ciertamente muy complejo y, en gran medida muy difícil de llevarlo a la práctica exitosamente. Todas estas razones concurrieron para que, lamentablemente, no tuviera trascendencia alguna la propuesta que el mismo doctor Borja, como presidente de la República, formulara desde la tribuna de la Asamblea General de la ONU, para que el Perú aceptara resolver el conflicto territorial entonces pendiente con nuestro país, mediante el arbitraje del sumo pontífice Juan Pablo II. Es que, con el antecedente del histórico rechazo del Perú a la tesis ecuatoriana sobre la existencia misma del litigio fronterizo, y siendo imposible contar con respaldo diplomático alguno ni en América ni el resto del mundo para forzar su aceptación, no se podía esperar sino lo que ocurrió: la negativa rotunda y categórica al planteamiento del presidente Borja. Por eso, el hecho de que meses más tarde el presidente Fujimori hubiera visitado nuestro país y, portando una banderita tricolor hubiera pronunciado una conciliadora perorata en la plaza de San Francisco junto a su anfitrión, no podía entenderse sino como maniobra dilatoria o disuasiva. Tan fue así que, apenas tres años después, el mismo afable Fujimori no tuvo reparo en disponer el ataque masivo del que fuimos víctimas en la zona no delimitada del Cenepa, y del que salimos con bien, gracias a la conducción firme, acertada y valerosa del presidente Durán Ballén, y a la capacidad profesional y la disposición heroica de las FF.AA.nacionales. Y algo más de importancia suma: el que se hubiera tenido el acierto de admitir la vigencia (no la validez) del Protocolo de Río de Janeiro, lo cual hizo posible que se pudiera contar con la participación conciliadora de los países garantes, antes inhibidos y hasta molestos por la condición de “meramente amigos”, con la que eufemísticamente les habíamos bautizado. Sobre esta firmeza, seriedad y sensatez y el respaldo masivo y fervoroso del pueblo, se inició realmente el arduo proceso de negociación en procura de una solución final.