Siempre vi con recelo al Gobierno del Ecuador. ¿No era acaso Rafael Correa un aliado del desastroso chavismo venezolano? Así que fue para mí muy extraño ser invitado como Observador Internacional de las elecciones . Pese a mis escrúpulos, acepté. Era más fuerte la curiosidad por ver de cerca la realidad de este vecino nuestro, de cuyo Gobierno solía recibir buenos y malos informes.
Estuve una semana y me llevé más de una sorpresa. La primera y muy grande fue encontrarme con un Consejo Nacional Electoral como no he visto en ningún país del continente. Con un poder autónomo, ajeno al Ejecutivo, despliega hasta remotas regiones una red bien organizada de controles y servicios para asegurar una transparente participación. Lleva urnas a casas de ancianos o discapacitados, a cárceles, hospitales, a confines selváticos.
¿Pierde Correa el amplio apoyo que ha tenido hasta ahora? No, no es evidente. El mejor informe de lo que ocurre en el Ecuador se lo puede dar a uno un modesto chofer de taxi. El Presidente -le dice a uno- cumple con lo que ofrece: educación, salud, carreteras, empleo, programas sociales. “En todo esto hay avances -sostiene el hombre-. Lo malo es que es muy impetuoso, bravucón. Y sus candidatos no siempre nos gustan”.
Pues sí, es algo muy cierto. La inversión pública va por muy buen camino y los resultados son visibles en el auge de las exportaciones, la estructura vial, las escuelas, los hospitales y el empleo. Los reparos a Correa no atañen a su gestión sino a su personalidad y a sus desvaríos ideológicos. Tiene perfil autoritario, narcisista que reacciona con virulencia ante críticas o caricaturas hasta el punto de imponerle a la prensa leyes restrictivas que han provocado protestas de la relatora de la OEA para la Libertad de Expresión, Catalina Botero.
La impronta ideológica que dejó su paso por la Universidad de Lovaina es inquietante. Contiene los gérmenes del sacerdote marxista François Houtard, apóstol de la Teología de la Liberación y figura clave de aquel centro educativo. Por obra de esa heredada devoción, Correa aparece en el escenario continental como un fiel aliado de la desastrosa revolución bolivariana y de su socialismo del siglo XXI. En un acto inaugural del día de elecciones, no salía yo de mi asombro escuchándoles afirmar a él y a quienes lo acompañaban que la amenaza a la democracia venezolana corría por obra de la oligarquía y el imperio. La misma tesis, extensiva a la prensa, se la escuché allí al inefable amigo de Castro Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique.
¿Hacia dónde se encamina el Ecuador? La pregunta no ha perdido vigencia. Correa tiene indudable apoyo popular. Pero la independencia que mostró el electorado en los últimos comicios y el triunfo aplastante de Mauricio Rodas en Quito y de Jaime Nebot en Guayaquil muestra que la democracia cuenta con sólidas y promisorias cartas.