En la ciudad, la lluvia parece una invasión de lo agreste, una intromisión de la naturaleza en los espacios acotados por la “civilización”, blindados contra lo rústico, negados a lo primario. Al mundo urbano llegan los aguaceros como molestia, calles empapadas y tráfico infernal; o como noticia de desastres que han ocurrido por allá, en los remotos rincones de la Sierra, o en las llanuras anegadas de la Costa. En todo caso, la lluvia, aquí o allá, no nos deja indiferentes: nos empapa.
En el campo, la lluvia no solo nos empapa, nos cala, determina la vida, y es asunto de mirar cada día, de esperar que llegue o de rezar para que cese, porque está metida de tal modo en la existencia, que de ella depende el porvenir, la cosecha, el renacer de los pastos, la suerte del ganado, la estabilidad del camino. La lluvia o la sequía son realidades esenciales.
La lluvia ahora nos sorprende por su persistencia y su fuerza. No hay atisbo de ese viento discreto, de esa serenidad del cielo azul propio de los tiempos en que se anuncia el verano. La cordillera está emponchada, ceñudas las nubes, ateridas las calles, espléndidos los montes nevados cuando se dejan ver.
Y todos abrigados, algunos blandiendo el paraguas que, hace poco, parecía testimonio de antigüedad, y otros, aventurando pronósticos o alentando esperanzas de que llegue el sol con sus remembranzas de playa. Otros, pendientes del estado de las vías. El tema es que ahora nuestra perspectiva gira en torno al clima, es decir, de algún modo volvemos a la naturaleza, resignamos la soberbia urbana y nos vemos sometidos a esta súbita invasión de preocupaciones que son importantes en el campo, para los hombres de la tierra, y no para gente hecha a la ciudad.
En todo caso, por acá predomina la visión urbana de la lluvia, aquella de los bloqueos de tráfico, de las molestias de mojarse entre el autobús y la oficina, y de la garúa que impide el trote mañanero.
La perspectiva rural del invierno, que es la que vive medio país, llega al “mundo de la información” con el estrépito de la noticia, y viene penosamente deformada por el afán de hacer espectáculo de todo, y marcada por ese tono apocalíptico de los noticieros, que es típico de los anuncios políticos y de los reportes del último desastre natural o del penúltimo volcamiento.
Para quienes viven en el campo, la lluvia o la sequía tienen una perspectiva distinta: es la ilusión, o es la angustia o la muerte, es el hecho cotidiano, es aquello con lo que hay que contar en cada hora, en la prosperidad o en el fracaso, en la esperanza o en la frustración. Es la belleza del campo renacido, o su destrucción.
Todo esto porque el agua -su ausencia o su exceso- es la vida misma, no como metáfora, sino como realidad, como certeza, como evidencia. Mientras tanto, llueve.
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